Dom 29.11.2009

EL MUNDO  › OPINION

Uruguay y el diálogo de las izquierdas

› Por José Natanson

El carisma es intransferible por definición. En su famosa descripción de los tres tipos de legitimidad, Max Weber concebía la dominación carismática de un modo muy específico: como aquella que descansa en la entrega extraordinaria a un individuo al que se le atribuyen cualidades heroicas, ejemplares o aún sobrenaturales, extracotidianas, no asequibles a cualquier otro. Se trata de un lazo personal, irrepetible, aunque desde luego puede mantenerse –y consolidarse históricamente– a través de su cristalización institucional: el carisma de Cristo cosificado en la Iglesia Católica es el ejemplo más clásico.

Teniendo en cuenta el carácter ultrapersonal del carisma, no debería asombrar que un grupo de presidentes latinoamericanos con altos índices de aprobación busquen su continuidad por medio de reformas constitucionales para habilitar su reelección (Hugo Chávez, Alvaro Uribe, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega) o por medio de re-reformas para habilitar una segunda reelección (Alvaro Uribe) o la reelección indefinida (Hugo Chávez).

Pero no todos avanzan por caminos reeleccionistas. En otros países, los límites institucionales, partidarios y corporativos les impiden a líderes de altísima popularidad permanecer en el poder. Lula, el presidente brasileño más querido desde Vargas, decidió no buscar un tercer mandato a pesar del operativo clamor lanzado hace un año y medio. En Chile, Michelle Bachelet comenzó su gobierno a los tropezones, pero logró recuperarse y hoy goza de niveles de aprobación incluso superiores a los de Ricardo Lagos, a punto tal que analistas como Patricio Navia han definido a su gestión como una “cariñocracia”, una democracia sostenida en el cariño. Pese a ello, no tendrá más remedio que dejar el poder el año próximo. Y lo mismo sucede en Uruguay, donde Tabaré Vázquez decidió no buscar una reforma constitucional que lo habilitara a pelear un segundo mandato aunque las encuestas lo señalaban como el favorito.

Se trata, en los tres casos, de dirigentes que protagonizaron quiebres históricos importantes –el primer presidente de izquierda, y para colmo obrero, de Brasil; la primera mujer en el caso de Bachelet; el primer presidente que no pertenece a los partidos tradicionales en el de Tabaré– que lograron generar un consenso enorme sobre el final de sus respectivas gestiones.

Es necesario, sin embargo, introducir un elemento para matizar el análisis: en buena medida, estos líderes son populares porque se van, porque, como diría Eduardo Duhalde, tienen fecha de vencimiento. El caso de Ricardo Lagos ayuda a ilustrar esta situación: cuando Lagos dejó el gobierno, casi toda la sociedad chilena –incluyendo algunos focos de poder que lo habían resistido con fuerza, como el diario El Mercurio, los empresarios y las bancadas legislativas de la derecha– lo aplaudieron de pie. Pero cuando, tiempo después, Lagos sugirió la posibilidad de buscar un segundo mandato, estos mismos sectores lanzaron una campaña de demolición sobre su figura con eje en la acusación (totalmente absurda) sobre el clientelismo de los programas sociales desarrollados durante su presidencia y en las deficiencias (completamente reales) del sistema de transporte público Transantiago. La tormenta amainó recién cuando Lagos descartó la posibilidad de pelear nuevamente la presidencia. Algo similar podría estar sucediendo con Lula, Bachelet y Tabaré, cuyo consenso se explica por sus excelentes gestiones pero también por el hecho de que no pueden disputarle a la oposición un próximo período.

El mejor ejemplo argentino es el de Alfonsín. Durante su gobierno, el líder radical tuvo que enfrentar los embates del peronismo pre renovador, que se movía al filo de los posicionamientos anti-sistémicos, y también la ofensiva de una derecha que hizo todo lo posible por voltearlo (ése sí que era un clima destituyente). Y si con el tiempo Alfonsín recuperó su prestigio en sectores que en el pasado lo habían enfrentado (para comprobarlo alcanza con revisar los obituarios), fue en buena medida porque, sin chances de recuperar el poder, se había convertido en un león herbívoro.

Pero, más allá de los motivos, lo central es que los presidentes de Uruguay, Chile y Brasil, impedidos o autoimpedidos de luchar por su permanencia, apuestan a sucesores que integran sus mismos partidos o coaliciones, pero cuyas perspectivas electorales no están en modo alguno garantizadas: Dilma Rousseff, la delfín de Lula, aparece segunda en las encuestas, detrás del paulista José Serra (si la fórmula se completara con el mineiro Aécio Neves, las chances del PT serían todavía más bajas). En Chile, la última y esperada encuesta del CEP reveló una clara ventaja del empresario Sebastián Piñera, seguido por Eduardo Frei, postulante de la Concertación, y por el disidente socialista y gran sorpresa de la campaña, Marco Enríquez Ominami, con buenas posibilidades de que se imponga el candidato de la derecha, aunque en segunda vuelta.

Veamos ahora el caso de Uruguay. Antes del inicio de la campaña, muchos, comenzando por el mismo Tabaré Vázquez, creían que José Mujica –debido a su pasado tupamaro, su edad y su estilo personal: sus dificultades para gestionar el silencio– sería incapaz de conquistar al electorado de centro. Muchos apostaban a su contrafigura, el moderado, sobrio y en muchos aspectos muy liberal Danilo Astori, arquitecto de la exitosa política económica del gobierno, que finalmente lo acompañó en la fórmula como candidato a vice. Pero Mujica demostró su capacidad de llegada a una porción del electorado, integrado por los sectores más pobres y excluidos, que tradicionalmente se inclinaban por el Partido Colorado, sorprendiendo a propios y extraños. Pese a ello, y aunque todos los sondeos indican una victoria en las elecciones de hoy, lo cierto es que la popularidad de Tabaré, los éxitos gestionarios del gobierno y la solidez de la coalición frenteamplista no fueron suficientes para evitar el ballottage.

La situación se repite en Chile y Brasil. Y es curioso: que el carisma no se transfiere –y que, por lo tanto, es imposible que Lula le inyecte su popularidad a Rousseff o que Bachelet le ceda el cariño de las masas al frío e inhospitalario Frei– es un dato más o menos conocido desde los tiempos de Weber. Lo interesante es que hoy pareciera que nada es suficiente. En la era de la globalización y la videopolítica, fuerzas orgánicas y poderosas (en los tres casos estamos ante los partidos o coaliciones más sólidos de América latina), gestiones gubernamentales con altísimos niveles de aprobación y muy buenos resultados, junto a liderazgos carismáticos, son incapaces de garantizar la continuidad política.

Esto puede ser leído en clave negativa, como un signo de la personalización de la disputa política, del debilitamiento de los partidos y la incertidumbre de nuestras democracias, pero también como una señal positiva, como una muestra de sociedades que, en palabras del politólogo francés Pierre Rosanvallon (La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, Manantial), se comportan como “consumidores exigentes”: electorados independientes y atentos que se informan, comparan y deciden con libertad.

El futuro de la izquierda

Más allá del análisis electoral, ¿qué se juega exactamente en las elecciones de hoy? Sería exagerado afirmar que el futuro de la izquierda latinoamericana se cifra en los comicios de Uruguay, un país demasiado chico como para definir el futuro de toda una región. Sin embargo, los comicios sí tienen importancia como parte de una secuencia que continúa con Chile (el 11 de diciembre) y en Brasil (el 3 de octubre del año que viene).

En el contexto latinoamericano, estos tres países son los ejemplos más claros, aunque no los únicos, de “izquierda con partido”, los modelos que el investigador uruguayo Jorge Lanzaro (Revista Nueva Sociedad, 217) define como más cercanos a la socialdemocracia europea, en especial a las experiencias de socialdemocracia tardía de la Europa meridional (España, Portugal y Grecia). En Brasil como en Chile y Uruguay, la llegada de la izquierda al poder fue parte de un largo proceso de construcción política, con partidos o coaliciones sólidas que, después, sostuvieron gestiones exitosas, con algunos rasgos de continuidad, especialmente macroeconómica, con el neoliberalismo de los ’90, pero produciendo al mismo tiempo transformaciones profundas. Tres ejemplos entre miles para ilustración de los ultraizquierdistas críticos: la reforma del sistema de pensiones en Chile, que por primera vez creó un pilar solidario para los no aportantes; el programa Bolsa Familia en Brasil, que hoy llega a 44 millones de personas; y el Plan Ceibal en Uruguay, que está cerca de garantizar una computadora con acceso a Internet a todos los alumnos de escuelas primarias del país.

La continuidad de estos gobiernos es crucial. En rigor, lo que se juega en las elecciones de Uruguay, Chile y Brasil no es el futuro de la izquierda, sino la posibilidad de que las izquierdas sigan dialogando entre sí. Desde el ocaso del neoliberalismo a fines de los ’90, los nuevos gobiernos progresistas, pese a sus diferencias, lograron consolidar relaciones fluidas que, si por un lado no alcanzaron para dar un salto definitivo en los procesos de integración regional, por otro contribuyeron a sostener la estabilidad política y garantizar la continuidad democrática en momentos de crisis y desestabilización.

En efecto, la posición de los gobiernos del Cono Sur –y sobre todo la de Brasil– fue clave para contener las crisis de gobernabilidad que estallaron periódicamente en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Paraguay. Algunos ejemplos: antes incluso de asumir el poder, Lula envió a su asesor estrella y bombero regional, Marco Aurelio García, a negociar con Hugo Chávez y la oposición una salida política a la impasse que vivía el país, que derivó en la creación del Grupo de Amigos de Venezuela y finalmente en el referéndum revocatorio del 2004. Más tarde, el 1º de mayo del 2006, cuando Evo Morales anunció la nacionalización del gas, Lula resistió las críticas de la oposición, que prácticamente le pedía que le declarara la guerra a Bolivia por los intereses de Petrobras afectados, y comenzó una larga negociación que concluyó con un acuerdo. Lo mismo con el conflicto con el gobierno de Fernando Lugo por Itaipú o con la crisis boliviana tras la masacre de Pando de septiembre del año pasado (en este caso fue clave el rol de Bachelet, en aquel momento presidenta pro témpore de la Unasur). Y no es que Brasil haya actuado de esta manera por simple magnanimidad de gigante, sino por la conciencia de que una región mínimamente estable y ordenada es condición indispensable para su proyecto global.

En todos estos casos, los gobiernos de Argentina, Chile y Uruguay, y sobre todo de Brasil, contribuyeron a garantizar la continuidad institucional y evitar que las tormentas andinas se convirtieran en huracanes regionales. Pero la situación podría cambiar. Si las próximas elecciones producen un cambio en el signo político de Uruguay, Chile y Brasil, aun si este cambio es suave y hacia una derecha más moderada que la de los ’90, parece difícil seguir encontrando puntos de encuentro entre los países del Cono Sur y los gobiernos bolivarianos, embarcados en procesos de transformación profundos con fuertes acentos personalistas y desinstitucionalistas. En este indeseable escenario, las dos Américas latinas, la del Cono Sur y la andina, podrían comenzar a alejarse, con el riesgo de que los gobiernos bolivarianos, menos contenidos que en el pasado, profundicen sus aspectos más autoritarios y caigan en la tentación de perforar el piso democrático que hasta ahora, dificultosamente, se ha logrado mantener.

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