EL MUNDO › EL DRAMA DE HAITí > ENTREVISTA AL EMBAJADOR ARGENTINO EN HAITí DURANTE UN RECORRIDO POR PUERTO PRíNCIPE
Un relato estremecedor del embajador José María Vázquez Ocampo, que desde hace una semana, junto a un grupo de empleados de la sede diplomática, duerme al aire libre: la casa está en peligro de derrumbe. El diplomático propone “latinoamericanizar” la ayuda al país.
› Por Emilio Ruchansky
En la casa del embajador argentino en Haití no se sirve cena a los invitados pero se ofrece, con la mejor sonrisa del mundo, una estadía en “un hotel de millones de estrellas”: el patio de entrada, donde en más de una decena de colchones duermen el anfitrión, el personal de servicio y sus familias, los guardias y algunos periodistas. Las millones de estrellas están ahí, en cielo despejado de esta ciudad derrumbada, donde ahora es invierno y, pese al calor diario, la noche trae una brisa fresca. Por suerte, no es época de lluvias.
José María “Chito” Vázquez Ocampo, el embajador, está en la residencia de su colega chileno. Dos jóvenes negras, una haitiana, otra dominicana, juegan con dos niños a una especie de rayuela en la puerta de entrada. Detrás, se ve un muro de piedra caído, que solía proteger las riquezas de la familia que allí vivía. Se oyen cantos religiosos más abajo, en las calles llenas de velas por el corte de luz y con gente, a pesar de los delincuentes que aterrorizan Puerto Príncipe desde que el terremoto destruyó dos cárceles de las que huyeron al menos 4500 reos.
El personal de seguridad toma mate y bromea sobre lo caro que resulta ser blanco y comprar algo en este país negro. Para no ir más lejos, el “precio turista” de una botella de agua de litro es 35 dólares. “Yo acá soy rubio”, dice el guardia, un gendarme morocho, criado en la mesopotamia argentina. El único lugar de la casa que pisa seguro es la cocina y el baño, que tienen luz gracias a un generador eléctrico. El resto está en peligro de derrumbe.
Cuando uno de los guardias se ofrece para trasladar colchones que están dentro para la visita, camina sobre una senda estudiada para evitar las grietas de una columna que sostiene parte del comedor. La escalera que conduce al primer piso tiene restos de revoques caídos. Allí, hay algunos colchones más, en un cuarto amplio y lujoso. Al tercer piso no se puede subir, sólo las vibraciones de nuestros pasos ponen en peligro al lugar.
Antes de que llegase el embajador, el cronista revisó la heladera. Había una minúscula pata de pollo cocida, agua, algunos condimentos, pan, mantecas y frutas. La primera frase de Vázquez Ocampo ronda por ese lado: “¿Trajeron comida?, buenísimo. Miren que acá no nos sobra nada”. No miente. Ya en plena noche, una empleada tuvo que dar la mala noticia: se había acabado el papel higiénico. El café de la mañana vendrá acompañado de tostadas y manteca vistos la noche anterior. Y de nuevo, otra mala noticia: no hay más azúcar y ya queda poco gas para cocinar.
A los tumbos en una camioneta de Gendarmería Nacional, el embajador accede a una entrevista mientras se dirige a una base cercana al aeropuerto de Puerto Príncipe, en donde quedaron depositadas las donaciones del gobierno argentino. A los costados en la avenida Del Mas y bajo un sol tremendo, se ve una larga procesión de gente local que anda muy bien vestida: pantalón de vestir, saco y corbata para los hombres, camisa y pollera las mujeres. Vázquez Ocampo mira la escena y comenta que se trata de la clase media de Puerto Príncipe, “el 10 por ciento de toda la sociedad”, que va a la misa del domingo.
Entre la multitud se distingue una herrería, donde se trabaja a destajo para reparar las puertas de acero destruidas de los caserones de la clase acomodada de Haití. Más allá, detrás de un inmenso muro que se vino abajo, una familia pobre desayuna sobre la lujosa mesa de jardín de los dueños de casa, que tapiaron todo antes de irse. En la embajada también tomaron sus precauciones. Sin ir más lejos, en el asiento del acompañante de la camioneta que traslada a Vázquez Ocampo hay una ametralladora de mano. Las primeras preguntas para el embajador son las de rigor a los sobrevivientes por estos días: ¿qué estaba haciendo en el momento del terremoto?
–Venía de un viaje a la Argentina. Como estaba recién llegado me puse a desarmar la valija y me preparaba para ducharme. Sí (risas). Estaba desnudo. Me puse debajo del marco de la puerta, entre el baño y el dormitorio. Y al rato, vino José Luis, uno de los guardias, y entró a auxiliarme y a protegerme. Fue un momento de pánico. Me vestí y salí. Por suerte no hemos perdido a nadie. Quiero decir algo sobre esto: el grupo de seguridad de la Gendarmería aquí presente es de lo mejor de la cultura argentina.
–Todavía no se hizo un diagnóstico de la residencia, pero hay una cúpula muy comprometida y si hay una réplica puede caerse todo. Gran parte del personal haitiano se quedó sin casa, así que se vinieron a vivir acá. Vamos a pedir que el Estado argentino ayude a reconstruírselas. Alguna gente que estaba de visita en ese momento la mandamos a Santo Domingo.
–La embajada es otra historia. Es un edificio que compartimos con la Unión Europea, Brasil y Japón, tampoco se hizo un diagnóstico, se lo ve cuarteado de afuera, la policía lo tiene cercado y no hemos podido entrar. Nos dijeron que no habría problemas de estructura, pero hay que esperar.
–Fui por esta avenida, Del Mas, que es una de las tres arterias que conectan el puerto con el barrio de Petionville. Vi miles de personas caminando, veintipico de muertos, tirados en la vereda, algunos estaban tapados con diarios. Al otro día acompañé a dos criaturas, de un año y de trece, que requerían una amputación. Fuimos con las ambulancias hasta el Hospital Militar Argentino (Reubicable) pero allí no podían amputarlos porque es un hospital limitado por las normas de la ONU para cierto tipo de prácticas médicas. Además de que sólo debería atender personal de la ONU. Gracias a la cooperación de la embajada de Cuba, que tiene una misión de 500 médicos en Haití y dos hospitales, pudimos llevarlos a un quirófano. Fue un golpe en el alma. Cuando entré a esos hospitales el panorama era dantesco, fueron las imágenes más duras que vi en la vida. Y lo digo con conocimiento de causa: éste es el quinto terremoto que paso. Estuve en terremotos en México, Perú y dos muy fuertes en Chile.
–Descontrol, desesperación, gente tirada por todas partes, en el pasto, sobre sábanas y pedazos de papel. Los médicos corrían de un lado al otro auxiliando. Fue todo lo que se pueda imaginar. Y lo que no también.
–Estuve en el 2004. Hubo un huracán en Gonaives y vine con las tropas argentinas. En ese momento, yo era subsecretario de Defensa de la Nación y quedé estremecido: vi lo peor de la pobreza, de la debilidad, de la condición humana. Todo esto era una gran villa miseria. Y nuestras tropas tenían una profesionalidad y un sentido democrático enormes, con mucha sensibilidad humana... Y te lo dice alguien que tiene un hermano desaparecido durante la dictadura y su mamá (Marta Vázquez) es una de la fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo. Y nunca digo esto. En ese viaje visité un hospital y encontré un joven herido y me dio la sensación de que era mi hijo, más allá del color de la piel. Fue una sensación de humanidad muy fuerte.
–Sí. Vine en medio de una etapa de reconstrucción de las instituciones que quedó un poco trunca. Yo tuve la oportunidad de ir a Perú, por ejemplo, pero la verdad es que agradezco estar acá.
–Enviamos gente a comprar comida a República Dominicana hace unos días pero ya se acabó. Tal vez mañana lleguen algunos refuerzos, pero de momento falta agua, nafta, gasoil. La verdad es que estamos en las últimas.
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