EL MUNDO › OPINIóN
› Por Immanuel Wallerstein *
Europa ha tenido sus opositores desde que comenzó su largo camino hacia la unificación. Hubo muchos que creyeron que era imposible. Hubo muchos otros que pensaron que no era algo deseable. Sin embargo, debe uno decir que, en el largo y sinuoso sendero que tomó desde 1945, el proyecto de la unificación europea lo ha hecho asombrosamente bien.
Después de todo Europa ha estado desgarrada por los conflictos nacionalistas por lo menos 500 años, conflictos que culminaron con la Segunda Guerra Mundial, que fue particularmente repugnante. Y la venganza parecía ser la emoción dominante. Para 2010, lo que hoy se conoce como Unión Europea (UE) aloja una divisa común, el euro, que se utiliza en 16 países. Cuenta con una zona de 25 miembros, llamada Schengen, la cual permite un cierto movimiento libre, sin visas. Mantiene una burocracia central, una corte de derechos humanos y va en la pista de tener un presidente y un ministro de Relaciones Exteriores.
Uno no debe exagerar la fuerza de todas estas estructuras, pero tampoco se puede subestimar el grado en que todo esto representa, para bien o para mal, remontar la resistencia nacionalista por toda Europa, especialmente en los estados más fuertes. Y no obstante, también es el caso de que ahora Europa parece hacer implosión, en algunas maneras importantes. Las palabras clave de esta implosión son Grecia y Bélgica.
Grecia, como todo el mundo sabe, atraviesa una severa crisis de deuda soberana. Moody’s ha declarado que los bonos estatales griegos son inservibles. El primer ministro Giorgos Papandreu ha dicho, muy renuente, que probablemente tendría que recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) para conseguir un préstamo, un préstamo que implicaría las condiciones usuales del FMI, que requiere formas específicas de reestructuración neoliberal. La idea es muy impopular en Grecia –un golpe a la soberanía griega, al orgullo griego, y en especial a los bolsillos griegos–. También fue recibida con consternación en unos cuantos estados europeos, que sienten que la ayuda financiera a Grecia debería venir primero que nada de otros miembros de la UE.
La explicación de este escenario es bastante simple. Grecia tiene un gran déficit presupuestario. Dado que Grecia es parte de la zona del euro, no puede devaluar su divisa para aliviar el problema. Así que requiere asistencia financiera. Grecia pidió ayuda europea. El país más grande y rico de Europa, Alemania, ha estado muy renuente, por decir lo menos, a proporcionar tal ayuda. El pueblo alemán se opone con fuerza a ayudarle a Grecia, y esto se debe básicamente a un reflejo proteccionista en un tiempo de estrés en Europa. Los alemanes temen también que Grecia sea la primera en una fila que incluye a otros países (Portugal, España, Irlanda, Italia) que harán demandas semejantes si Grecia obtiene dicha ayuda.
El público alemán parece desear que todo se desvanezca, o que por lo menos Grecia sea de algún modo expulsada de la zona del euro. Aparte del hecho de que esto es legalmente imposible, el país que más sufriría por el resultado, además de Grecia, seguramente sería Alemania, cuya salud económica se basa en gran medida en contar con un fuerte mercado de exportación dentro de la zona del euro.
En medio de todo esto, la perenne crisis belga ha asomado la cabeza de modo particularmente agudo. Bélgica siempre fue un compuesto de flamencos hablantes del flemish, lengua que también hablan los holandeses, y de los valones hablantes de francés, localizados en gran medida pero de modo imperfecto en dos sectores geográficos diferentes (norte y sur de Bélgica). También hubo una zona pequeña hablante del alemán.
Hasta 1945, los valones fueron los más educados y más ricos y controlaban las instituciones importantes del país. El nacionalismo flamenco nació como una voz de los descastados que luchaban por sus derechos políticos, económicos y lingüísticos.
Después de 1945, la economía belga sufrió un cambio estructural. Las áreas valonas perdieron fuerza y las áreas flamencas se hicieron más fuertes. En consecuencia, la política belga se tornó una lucha interminable de los flamencos por obtener más derechos políticos –devolución de poderes–, con el objetivo, para muchos, de disolver Bélgica en dos países.
Palmo a palmo, los flamencos obtuvieron más y más. Hoy, Bélgica como país tiene una monarquía común, un ministro de Relaciones Exteriores común, y casi nada más.
La crisis belga implica una cuestión fundamental. Si Europa estuviera preparada, ahora mismo, para moverse hacia un verdadero Estado federal, podría acomodar la ruptura de cualquiera de sus estados. Pero hasta ahora no está lista aún. Y las dificultades económicas colectivas del mundo han fortalecido mucho los estrechos elementos nacionalistas en casi todos los países europeos, como lo muestran todas las recientes elecciones. Sin una fuerte federación europea, será extremadamente difícil para Europa sobrevivir al torrente de rupturas. En medio del desorden político, Europa puede irse por el caño.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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