EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
El anuncio de que el gobierno cubano liberará a 52 presos políticos en los próximos cuatro meses, tan festejado por la derecha como silenciado por la izquierda, es sin dudas un hecho importante, quizás el más importante de las últimas décadas de vida de la revolución.
Por eso es también muy importante cómo se entiende, cómo se interpreta. Hasta ahora sólo se conocen el comunicado de la Iglesia cubana y las declaraciones del canciller cubano, o sea la voz de los mediadores. El gobierno cubano aún no se ha pronunciado a través de sus medios o sus voceros, y los intelectuales que apoyan a la revolución tampoco han dicho demasiado. Queda entonces el relato de los grandes medios, que como todo relato cuenta una parte de la verdad, o la verdad tal como se ve desde determinada perspectiva.
Cuentan que los 52 futuros liberados fueron arrestados en la llamada Primavera Negra del 2003 y condenados en juicios sumarísimos a penas de entre 6 y 28 años. Al principio eran 75, pero una veintena se fue liberando con el correr de los años por problemas de salud, casi siempre en el marco de un gesto hacia algún dignatario de visita. Muchos de ellos eran periodistas que trabajaban para medios internacionales y fueron condenados por delitos de traición a causa de los artículos críticos que mandaban por teléfono o fax.
Mientras el gobierno cubano sostenía que esos periodistas y esos artículos habían sido comprados por potencias extranjeras, los medios que habían publicado esos artículos empezaron a denunciar las detenciones, generando una ola mundial de protesta. El interés sobre la suerte de esos presos se reavivó en febrero, cuando el disidente Orlando Zapata murió en una cárcel cubana tras dos meses y medio en huelga de hambre. Aunque Zapata estaba en las listas de prisioneros políticos de las organizaciones internacionales de derechos humanos, el gobierno dijo que se trataba de un delincuente común y publicó su prontuario de delitos menores. Pero poco importó, porque al día siguiente de la muerte de Zapata entró en huelga de hambre Guillermo Fariñas (foto), un opositor preso más reconocido. Cuatro meses más tarde dieron la vuelta al mundo unas fotos en las que Fariñas parecía un faquir.
Mientras tanto Cuba vive una de sus peores crisis económicas. En los últimos meses se ha visto forzada a implementar una suerte de período especial y recortar el gasto estatal, incluyendo algunos rubros muy caros al régimen, como los subsidios para comedores escolares. Venezuela, el principal socio y benefactor de Cuba, no puede ayudar mucho porque está inmerso, en su propia crisis debido a la caída del precio del petróleo.
Así las cosas, el gobierno cubano parece haber decidido que necesita inversión extranjera para salir del pozo. Pero al bloqueo estadounidense se suma la llamada “posición común” de la Unión Europea, que desde 1996 condiciona contactos con la isla a la mejora en la situación de los derechos humanos.
Aprovechando que el gobierno socialista español asumió este año la presidencia de la UE, el gobierno cubano buscó un acercamiento a través de la Iglesia cubana. Con el canciller español Moratinos en La Habana, el arzobispo cubano anunció que los presos de la Primavera Negra serían liberados y enviados a España en un plazo de cuatro meses. Moratinos felicitó al gobierno cubano y declaró que la “posición común” ya no tenía razón de ser. Fariñas anunció que levantaba su huelga de hambre.
Esto es más o menos lo que aparece publicado en los diarios y se muestra en la televisión y se transmite por Internet desde los medios masivos. La conclusión que sacan los opinadores a partir de este relato se cae de madura: se trató de un acto tardío y desesperado de un régimen forzado a negociar por su incapacidad para generar riqueza.
Entonces piden más. Dicen que hay todavía hay más de cien presos políticos en Cuba y que no hay libertad de expresión. Lo cual suena muy bien, pero no es tan simple.
Cualquier crítico razonable del régimen cubano debe al menos reconocer que se trata de un gobierno legítimo, apoyado por la inmensa mayoría de los cubanos, por lo menos de los que viven en Cuba. Y que es legítima la decisión de los cubanos de apoyar a un régimen que prioriza el bien común por sobre la libertad individual. Los logros alcanzados en materia de salud y educación, especialmente cuando se los compara con sus vecinos del Caribe y Centroamérica, le da sentido a esta decisión.
Como es de rigor en un país gobernado por un régimen comunista, la Constitución cubana limita la libertad de expresión: “Ninguna de las libertades reconocidas para los ciudadanos puede ejercerse contra lo que se establece en la Constitución y la ley, o contra la existencia y objetivos del Estado socialista, o contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo”.
Hasta ahora Cuba nunca había aceptado la existencia de prisioneros políticos. Los presos estaban bien presos porque eran agentes desestabilizadores al servicio de las potencias extranjeras. Y las leyes cubanas, esas leyes que sirvieron para defender a la revolución del terrorismo made in Miami, le daban la razón. “Las leyes (vigentes en Cuba) son tan vagas que casi cualquier acto de oposición puede criminalizarse de alguna manera, por lo que es muy difícil que los activistas hablen contra el gobierno”, dijo Kerrie Howard, directora adjunta para las Américas de Amnistía Internacional.
“El Código Penal establece un rango de vagos cargos criminales que pueden utilizarse para acallar la disidencia, tales como ‘peligrosidad social’, ‘propaganda enemiga’, ‘desprecio a la autoridad’, ‘resistencia’, ‘difamación de las instituciones nacionales’ e ‘impresión clandestina’”, señala el último informe sobre Cuba de AI.
Por eso el anuncio de las liberaciones esta semana equivale ni más ni menos que al reconocimiento tácito por parte del gobierno cubano de la existencia de prisioneros políticos en su país. Porque habrán sido detenidos bajo cargos criminales, pero serán liberados como fruto de una negociación política.
No debe haber sido una decisión fácil, sobre todo porque era previsible que los grandes medios pondrían el acento en el supuesto oportunismo y la supuesta debilidad del régimen. Con un gigante como Estados Unidos al acecho, listo para transformar la experiencia cubana en un gigantesco shopping. Con el triste recuerdo de la revolución blanda derrotada en Nicaragua. Con Fidel enfermo y Raúl cerca de la jubilación.
En eso pensaba cuando por casualidad me topé con un pequeño recuadrito de una página perdida de la revista Time, a propósito de nada. El recuadrito citaba el informe anual 2010 de Amnesty. Decía que el treinta por ciento de los 153 países incluidos en su informe mantiene prisioneros de conciencia. O sea, prisioneros políticos. Más llamativo aún, decía que el cuarenta y dos por ciento de los países del G-20 (los más importantes) mantienen prisioneros de conciencia. Está bien: mal de muchos consuelo de tontos. Pero por alguna razón sólo los presos cubanos tienen buena prensa.
Leyendo el informe AI, en su sección dedicada a Cuba, aparece otro dato interesante que saltearon las crónicas: según Amnesty, en mayo del 2010 Cuba tenía “al menos 53 prisioneros de conciencia.” El número coincide exactamente con las liberaciones anunciadas desde entonces, si se toma en cuenta la liberación de un disidente el mes pasado por razones de salud.
A diferencia de otras organizaciones citadas en los grandes medios, que no dudan en poner la cifra de detenidos políticos en Cuba por encima de 170, Amnesty, explica el informe, se toma el trabajo de revisar cuidadosamente los expedientes judiciales de los presos antes de declararlos prisioneros de conciencia.
En otras palabras, si no se identifican nuevos casos, Cuba debería salir de la lista de Amnesty el año que viene, mientras un grupo importante de países, incluyendo algunos de los más poderosos, permanecerán en ella.
Mirada desde esta perspectiva, la decisión del gobierno cubano, más que una muestra de debilidad, parece una muestra de fortaleza. Una señal de que un gobierno que se ha encargado como ningún otro de los derechos sociales de su pueblo ahora se permite también elevar los derechos humanos de sus ciudadanos a la norma internacional, inaugurando una nueva etapa, más abierta, más confiada y más tolerante, de la revolución.
Entonces la reacción lógica sería celebrar la iniciativa cubana e instar a otros países violadores a seguir su camino. Pero cuesta imaginar el mismo revuelo que se armó con Cuba para que Indonesia, China o Israel liberen a sus prisioneros políticos. O lanzar un bloqueo internacional de Estados Unidos hasta que Obama cumpla con su promesa de cerrar la cárcel de Guantánamo y llevar a la Justicia a los asesinos, torturadores y secuestradores surgidos de la política de “guerra al terrorismo”. Pero no, el foco mediático no está puesto en los prisioneros políticos, está puesto en los pecados de Cuba.
Sería necio negar que en la revolución, entre todo lo bueno, algunas cosas, muchas, pocas, grandes, chicas, se hicieron mal. O salieron mal, o no salieron, o fracasaron. Pero los Castro no necesitan prodigarse demasiado en busca de argumentos para acusar de hipócrita al coro mediático que siempre repite la misma canción.
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