Dom 19.01.2003

EL MUNDO  › OPINION

La guerra oportunista

› Por Claudio Uriarte

De todos los móviles posibles para una guerra de Estados Unidos contra Irak, no es improbable que el más sólido sea el oportunismo. Vale decir: no hay dudas de que el Ejército norteamericano puede ganarle una guerra relativamente rápida a un Saddam Hussein aislado y debilitado –aunque en proceso de recomposición–, mientras sí hay fuertes dudas de que pueda hacer lo mismo con Irán o con Corea del Norte –los otros dos estados de su “Eje del Mal”–, para no hablar de China –su “competidor estratégico para el siglo XXI”–.
Pero más allá de esta relativa facilidad operativa, la racionalidad de fondo de la operación sigue siendo oscura. La agresividad internacional y la hostilidad antinorteamericana del régimen de Saddam son indudables, pero sus conexiones con el terrorismo de Al-Qaida son improbables y la posibilidad de que pueda entregar armas de destrucción masiva al terrorismo parecen muy bajas: Saddam, que tiene esas armas, las quiere para él, no para grupos de fanáticos que no puede controlar. La riqueza petrolera de Irak es otro argumento que ha sido sobrevaluado: sin duda, Irak tiene la segunda reserva de petróleo del mundo, pero es una industria semidestruida por la guerra, la baja de los ingresos y el régimen de sanciones. Ponerla a punto, con la ocupación de largo plazo que requeriría, probablemente costará a la economía estadounidense mucho más de lo que puede aspirar a obtener en el mediano plazo, sin olvidar que los precios del petróleo no representan lo mismo que en la década del ‘70, que Arabia Saudita se ocupa –por su propio interés– de que permanezcan bajos, ni que el primer efecto de dificultades en la empresa de guerra puede ser un aumento catastrófico, que también le dé un mazazo a la economía norteamericana: EE.UU. puede llegar a encontrarse en una gran recesión, o incluso en una deflación, al tiempo que requiere un gasto militar creciente para mantener en el Golfo Pérsico una inédita operación imperial del viejo estilo que, como todas las de su tipo, será cualquier cosa menos barata. La relación costo-beneficio no parece cerrar fácilmente, y menos si se le suman los enormes riesgos derivados de emplazar un outpost del capitalismo americano poscristiano en pleno corazón del mundo musulmán.
Entonces viene el argumento de la guerra preventiva. Sin duda, Saddam está desarrollando y construyendo armas químicas y biológicas de destrucción masiva, y está detrás de las nucleares. También sin duda, se propone usarlas algún día, y ese día llegará más temprano que tarde a medida que prosperan los negocios petroleros iraquíes con Rusia y con Francia y que el régimen de sanciones internacionales colapsa bajo la falta de observancia de los socios comerciales de Irak y de los agujeros crecientes del contrabando. Estamos, pues, de nuevo en el terreno de la guerra oportunista –se ataca mientras se lo puede hacer, antes de que el enemigo se vuelva más poderoso, y más o menos a propósito de nada– mientras se miran el futuro, y las complicaciones que puedan surgir de la empresa, con el más radiante de los optimismos: un sector no despreciable de la comunidad estratégica anglosajona piensa, por ejemplo, que apenas Estados Unidos desembarque en Irak las ciudades y los diferentes grupos étnicos y tribales del país se alzarán contra Saddam Hussein y el ejército lo derrocará en un golpe de Estado –ahorrando a EE.UU. en el proceso la carnicería a dos bandas de una guerra urbana–, del mismo modo que un sector no despreciable de los economistas dice pensar que la recuperación estadounidense está en marcha, y que la nueva megarreducción de impuestos de George W. Bush para los ricos –que ya parece el hermano gemelo del hijo bobo económico que representaría la invasión a Irak– terminará de darle el empujón que faltaba.
De los argumentos a favor de una guerra, el más ridículo es el que habla de implantar en Irak una democracia. Desde luego, una democracia sería una pésima idea para mantener la cohesión geopolítica de Irak, un estado condos separatismos de repercusiones regionales –el kurdo y el chiíta– para no hablar de una multitud de clanes y facciones. EE.UU. puede usar este argumento para seducir al Partido Demócrata y a los ingenuos comentaristas liberales del New York Times, pero no habrá de olvidarse de que Irak es una de esas creaciones poscoloniales a la que podría aplicarse la característica de Winston Churchill: “Jordania es un Estado que se me ocurrió en primavera, a eso de las cuatro y media de la tarde”.
En este contexto, la posibilidad de una derivación peligrosa no debe ser subestimada. Bush usó la guerra retórica del año pasado para ganar las elecciones legislativas, pero este año, con el despliegue de 90.000 tropas, la posibilidad se ha vuelto real. Y la orden de repliegue, cada día más difícil.

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