EL MUNDO › OPINIóN
› Por Boaventura de Sousa Santos *
Las elecciones en Brasil tuvieron una importancia internacional inusitada. Las razones difieren según la perspectiva geopolítica que se adopte. Vistas desde Europa, las elecciones tuvieron un significado especial para los partidos de izquierda. Europa vive una grave crisis que amenaza con liquidar el núcleo duro de su identidad: el modelo social europeo y la socialdemocracia. Desde comienzos de 2010 se creó, casi de manera instantánea, un nuevo sentido común, para el que el modelo social europeo no es viable, Europa debe abandonarlo para recuperar el crecimiento y debe aceptar los costos sociales que esto implicará. A los latinoamericanos no se les escapará el significado de este nuevo sentido común: el FMI ya está sentado a la mesa de las políticas públicas europeas. Por otro lado, la dura derrota del partido socialdemócrata sueco en las elecciones de septiembre pasado –el 30,9 por ciento de los votos, su peor resultado desde 1914– tuvo un enorme valor simbólico y político. Pese a que estamos ante realidades sociológicas distintas, Brasil levantó en los últimos ocho años la bandera de la democracia social y redujo significativamente la pobreza. Lo hizo reivindicando la especificidad de su modelo, pero fundándolo en la misma idea básica de la democracia social: combinar el aumento de la productividad económica con el aumento de la protección social. Para los partidos que en Europa luchan por una reforma del modelo social –pero no por su abandono–, las elecciones en Brasil trajeron un poco más de aire para respirar.
En el continente americano, las elecciones brasileñas tuvieron una relevancia sin precedentes. Dos perspectivas opuestas se enfrentaron. Para el gobierno de los Estados Unidos, el Brasil de Lula ha sido un par renuente, desconcertante y, en última instancia, poco fiable. Combinó una política económica “aceptable” (aunque criticada por no continuar con el proceso de privatizaciones) con una política exterior “hostil”. Para los Estados Unidos, es hostil toda política exterior que no esté totalmente alineada con las decisiones de Washington. Todo comenzó a principios del primer mandato de Lula, cuando el presidente brasileño decidió proveerle medio millón de barriles de petróleo a la Venezuela de Hugo Chávez, que en ese momento enfrentaba una huelga del sector petrolero después de haber sobrevivido a un golpe de Estado en el que estuvieron involucrados los norteamericanos. Ese acto significó un obstáculo enorme para la política de Estados Unidos de aislar al gobierno de Chávez. Los años siguientes confirmaron la pulsión autonomista del gobierno de Lula. Brasil se pronunció de manera vehemente contra el bloqueo a Cuba y estableció relaciones de confianza con los gobiernos electos –pero considerados “hostiles”– de Bolivia y Ecuador, y los defendió de los intentos de golpe de la derecha en 2008 y 2010, respectivamente. Brasil promovió formas de integración regional, tanto en el plano económico como en el político y militar, en rebeldía con los Estados Unidos. Y, osadía de las osadías, buscó una relación independiente con el gobierno “terrorista” de Irán.
En la última década, la guerra en Medio Oriente hizo que los Estados Unidos “abandonaran” a Latinoamérica. Ahora están volviendo y las formas de intervención son más diversificadas que antes. Dan más importancia al financiamiento de organizaciones sociales, ambientales y religiosas cuyas agendas se diferencian de las de los gobiernos “hostiles” a derrotar, como acaba de documentarse en los casos de Bolivia y Ecuador. El objetivo es siempre el mismo: promover gobiernos completamente alineados. Y las recompensas por el alineamiento total son ahora mayores que antes.
La obsesión del candidato derrotado José Serra con el narcotráfico en Bolivia (un actor secundario) era la señal del deseo de alineamiento. La visita de Hillary Clinton y la confirmación, poco antes de las elecciones, de un embajador duro (un “halcón”), Thomas Shannon, son señales claras de la estrategia norteamericana: un Brasil alineado con Washington provocaría, como efecto dominó, la caída de otros gobiernos no alineados en el subcontinente. La muerte de Néstor Kirchner fue vista por el imperialismo norteamericano como un importante impulso para generar ese efecto dominó. Basta ver cómo la muerte del gran político argentino fue cínicamente recibida por los mercados financieros con la inmediata valorización de los bonos de Argentina, a la expectativa de un viraje político hacia un modelo “más amigable para los mercados”. Con la victoria de Dilma Rousseff, el proyecto imperial va a mantenerse pero, por ahora, quedó aplazado.
La segunda perspectiva sobre las elecciones es la contracara de la norteamericana y la asumen los gobiernos “desalineados” y progresistas del continente, las clases y los movimientos sociales que los llevaron democráticamente al poder. Para todos ellos, las elecciones brasileñas fueron una señal esperanzadora, un espacio para una política regional con algún grado de autonomía y para un nuevo tipo de nacionalismo que apueste por una mayor redistribución de la riqueza colectiva.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.
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