EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Pasada la tensión de la campaña, suavizada la euforia de los ganadores, queda todavía el iracundo inconformismo de los derrotados. Y en ese clima las atenciones se dividen en dos vertientes muy claras en Brasil. De un lado, se barajan nombres, se multiplican presiones, rumores caen en cascada: todos quieren saber cuál será la formación del gobierno que Dilma Rousseff, del PT, inaugura el primer día de 2011.
De otro, lo que se busca es respuesta a una sola pregunta, igualmente enigmática: ¿cómo será la oposición a ese gobierno? ¿Quién la encabezará? Luego de tres derrotas consecutivas en sus intentos de alcanzar la presidencia del país que tiene la octava economía del mundo, ¿cómo debe actuar el PSDB? ¿Cuál será el rol reservado a José Serra, protagonista central de dos de esos fracasos? ¿Logrará imponer a su partido la furia con que se lanzó, golpes bajos inclusive, a la disputa presidencial?
Luego de su primer viaje como presidenta electa –acompañó a Lula en la reunión del G-20 realizada en Seúl–, Dilma Rousseff regresó a Brasilia y se instaló en la Granja del Torto, su residencia oficial de aquí al 1° de enero de 2011. Llegó y de inmediato se reunió con el presidente del PT, José Eduardo Dutra, uno de los encargados de sondear a los diez partidos que conforman la coalición de su futuro gobierno, para las primeras consultas sobre aspiraciones y eventuales nombres para formar su gabinete. Dilma optó por participar sólo en las negociaciones finales, evitando desgastes prematuros.
Como sería de esperar, hay especulaciones de todo tipo y calibre. Parte sustancial de las curiosidades está concentrada en los consejos –o pedidos– que Lula hará a su sucesora. El actual presidente reitera que no tendrá ninguna interferencia en la formación del nuevo gobierno. Es de suponer que siquiera él crea en eso. En todo caso, gente cercana a la futura mandataria resalta que ella sabrá acatar consejos y sugerencias, pero definirá su equipo a su manera. Queda por ver cuál será la verdadera dimensión de ese espacio de independencia. Quien la conoce prevé que será amplio lo suficiente para sorprender a seguidores y adversarios, pero al mismo tiempo advierten que sería absurdo no tomar en cuenta nada de lo que le diga Lula.
De momento, lo que hay es una serie de movimientos de cautela. Principal aliado, el PMDB (mayoría en el Senado y segunda bancada en Diputados), dueño de justificada fama de ávido por puestos y presupuestos y experto en negociar su apoyo sin preocuparse demasiado con principios éticos, habla poco. El PT, igualmente hambriento por espacio, se mueve mucho. La futura presidenta sabe que enfrentará, en las filas de su partido, un apetito voraz. Sabe igualmente que es considerada una neófita en el PT, en el cual ingresó recién en 2001, oriunda del laborismo de Leonel Brizola, figura histórica de la izquierda. Ahora mismo ocurre una no tan discreta guerra interna entre dos poderosos caciques del PT, José Dirceu, quien fue jefe de Gabinete de Lula entre 2003 y 2005, y Antonio Palocci, ministro de Hacienda entre 2003 y marzo de 2006. Ambos fueron defenestrados en el rastro de escándalos de supuesta corrupción. Palocci escapó de ser juzgado por la Corte Suprema. Dirceu no tuvo la misma suerte y aguarda el fallo, que podrá tardar al menos otro año más. De no haber explotado el escándalo que casi le costó a Lula da Silva la reelección en 2006, uno de los dos estaría hoy en el lugar de Dilma. Administrar esa batalla entre dos estrellas del PT es algo que seguramente requerirá el apoyo de Lula, y la presidenta lo sabe.
Del lado de los derrotados el panorama no es menos turbio, tenso y confuso. A estas alturas, quedaron claras las dimensiones de las heridas no cicatrizadas.
Partido de muchos cuadros pero carente de militancia efectiva, el PSDB está claramente dividido entre el grupo de San Pablo, cuyo control es disputado por el derrotado José Serra y el gobernador electo Geraldo Alkmin, y los del resto del país, cuya nueva estrella es el ex gobernador y senador electo de Minas Gerais, Aécio Neves. Los integrantes de la llamada “vieja guardia” se enfrentan al ímpetu del joven senador de Minas Gerais, quien, a los 50 años, se muestra dispuesto a pavimentar una carrera que lo eleve al puesto alcanzado por su abuelo, Tancredo Neves, quien sería el primer presidente civil luego de 21 años de dictadura militar. Tancredo jamás asumió la presidencia: una enfermedad fatal lo tumbó en la víspera de la ceremonia de asunción. El nieto, astutamente, hizo carrera reivindicando ese legado.
Seguidores de Serra acusan a Aécio de no haberse esforzado lo suficiente para darle la victoria. La verdad es que Aécio recorrió varios estados pidiendo votos para Serra. Pero en Minas, donde su popularidad es efectiva, actuó de manera discreta. Sabía que Serra sería derrotado, y que en el vacuo de esa derrota surgiría el espacio que ahora reivindica, con los ojos puestos en las presidenciales de 2014.
Aécio Neves defiende una oposición constructiva. Los de Serra, una oposición impiadosa, rencorosa. Aécio –con el sorprendente respaldo del ex presidente Fernando Henrique Cardoso– quiere una reformulación profunda del partido. Los de Serra dejan claro que él pretende mantenerse con el control.
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