Mié 05.01.2011

EL MUNDO  › OPINIóN

Ley discutible, palabras que avergüenzan

› Por Eric Nepomuceno

A mediados de diciembre, faltando dos semanas para el final del gobierno de Lula, la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA condenó a Brasil por no haber punido los responsables de las prisiones, torturas, muertes y desapariciones de 62 miembros del maoísta Partido Comunista do Brasil en la región del Araguaia, en la Amazonia, entre 1972 y 1974. En aquel período fueron movilizados cerca de cinco mil soldados (entre ellos, unidades de elite del ejército) para derrotar a poco más de 80 guerrilleros. El fallo de la OEA se extiende por 126 folios y afirma de manera indudable que las disposiciones de la Ley de Amnistía decretada en 1979 no pueden impedir las averiguaciones y las sanciones a esas graves violaciones de los derechos humanos. Dice tratarse de disposiciones “incompatibles con la Convención de la OEA, carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos, ni para la identificación y punición de los responsables”.

Dicho en otras palabras, de forma directa: la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA hizo lo que el Superior Tribunal Federal, corte suprema del país, no tuvo el valor de hacer. Y que el gobierno de Lula (a excepción de su ministro de Justicia, Tarso Genro, y del secretario de Derechos Humanos, Paulo Vanucchi) no quiso o no tuvo suficiente coraje para hacer: decir que la Ley de Amnistía de 1979, cuando el país vivía bajo los rigores de una dictadura todavía encastillada en el poder, es espuria e inconstitucional. Lula tampoco se animó a instaurar una Comisión de la Verdad, para que se sepa quién hizo qué, y qué se hizo, y cómo se hizo, para que nunca más ocurra lo que ocurrió. No para punir a nadie, no habría que llegar a tanto: nomás para que se recupere el derecho a la memoria.

Lula dejó esa mancha en su gobierno, pese a los esfuerzos de Genro y Vanucchi. Y dejó también, en la herencia que entregó a Dilma Rousseff, la presencia incómoda, bizarra y poderosa del ministro de Defensa, Nelson Jobim, quien, más que aliado, se mostró absolutamente sumiso a los cuarteles. Ha sido, en el gobierno, el principal ariete de los sectores más retrógrados de la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación y la sociedad brasileña. Defendió a todo precio que la amnistía impuesta por la dictadura en 1979 alcanzó a los dos lados. A los que se opusieron a esa dictadura y a los que ejercieron la barbarie en nombre del Estado. Vale recordar que los opositores fueron castigados con persecución, exilio, prisión, tortura, muerte, desaparición. Los asesinos y torturadores se quedaron con la certeza de que no serán castigados.

El tema es viejo, y desde hace década y media es tratado siempre con una cautela tan extrema que más justo sería llamarla temor. El gobierno de Cardoso avanzó, pero muy prudente, reconociendo excesos del Estado, una entidad sin rostro ni nombre. El gobierno de Lula quiso impulsar un Plan Nacional de Derechos Humanos. Tropezó con el poder del miedo, y ahí se quedó.

En 2010, la Orden de los Abogados defendió que la Ley de Amnistía no incluía a torturadores y asesinos. La iniciativa fue congelada por el Supremo Tribunal Federal. Argumento miedoso de esa corte suprema: no era admisible “revisar la Ley de Amnistía”. Ocurre que nadie quería revisarla: se trataba solamente de decidir si era o no aplicable a los responsables por crímenes de lesa humanidad, algo que no está admitido por una infinidad de acuerdos internacionales firmados por Brasil.

Tarso Genro, cuando ministro, defendió un argumento insólito: los violadores actuaron fuera de la legalidad de la misma dictadura, ya que no existían órdenes formales de servicio o cualquier norma legal que permitiese la tortura, la ejecución o el secuestro de personas bajo tutela del Estado. En vano. Es que en Brasil persiste el temor esdrújulo a las corporaciones, que –esquivas– dicen que lo que importa es mirar hacia adelante, y que no vale la pena mirar hacia el pasado. Como si una cosa impidiese la otra.

María do Rosario, secretaria de Derechos Humanos de Dilma Rousseff, pidió, en su discurso de asunción, que el Congreso estableciera una Comisión de la Verdad, para que se sepa lo que ocurrió y se conozcan los responsables. Ni siquiera habló de castigo. Aseguró que no se trata de “revanchismo o venganza”, sino del derecho a la memoria y a la verdad. El derecho de los familiares de los muertos y desaparecidos a conocer, al fin, qué pasó con ellos.

Al rato, llegó la respuesta del general José Elito Siqueira, ministro del Gabinete de Seguridad Institucional: “Hay que mirar hacia adelante. Lo que pasó, pasó. No es ninguna vergüenza que existan desaparecidos”. A sus 64 años, el general era cadete en 1969, cuando campeaba la tortura en Brasil. Somos casi de la misma edad, pero admito suponer que no supiese lo que ocurría. Que no haya participado de nada. Pero no cabe suponer que no sepa el peso de sus palabras.

No, general. Es una tremenda vergüenza que hayan ocurrido desapariciones. Y otra vergüenza es decir lo que dijo usted. Usted ofende mi memoria, ofende al uniforme que usa. Una vergüenza, general. Una vergüenza.

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