EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
El atentado contra la congresista Gabrielle Giffords (foto) en Arizona pegó fuerte en Estados Unidos. No tanto porque murieron seis personas. Eso ya no sorprende en el país norteamericano, como tampoco sorprenden las guerras interminables, los asesinos seriales, los sobres bomba o los ex empleados de oficinas federales que abren fuego a mansalva en edificios públicos. Todas esas formas de violencia ocurren cada tanto en Estados Unidos, mucho más que en cualquier otro país del mundo. Parece mucho, pero ya están acostumbrados.
En cambio el magnicidio es otra cosa. O en este caso, el magnicidio fallido que dejó malherida a la diputada Giffords. Si se me permite, como para que se entienda: para la sensibilidad de los estadounidenses el magnicidio es comparable con lo que sentimos los argentinos ante la de- saparición de una persona. Porque ya lo vivimos, ya lo consentimos como sociedad hasta que un día hicimos una especie de nunca más. Pero el fantasma sigue rondando, porque el proceso de extirpar la raíz del mal y curar la heridas es lento y no termina. Hasta que un día el monstruo reaparece. Entonces el cuerpo social reacciona con rituales cargados de emoción, proclama que los tiempos han cambiado y que no habrá vuelta atrás, pero no puede exorcizar la sensación de que esos tiempos no han cambiado lo suficiente.
Todo eso pasó el martes en el homenaje a Giffords y las víctimas de atentado que encabezó Obama en Tucson. La gente lloraba y aplaudía de pie en vivo por casi todos los canales de televisión. Todos eran Giffords. El país no vivía un momento así desde que Bush juró venganza parado sobre los escombros de las Torres Gemelas, con un bombero como único escolta, aquel trágico 11-S del 2001.
La tradición magnicida en Estados Unidos se remonta a los tiempos de Abraham Lincoln e incluye a cinco presidentes. En los sesenta y setenta el asesinato de líderes políticos y sociales se había convertido en moneda corriente. JFK, Robert Kennedy, Martin Luther King, John Lennon, George Wallace (zafó de morir, quedó paralítico), Harvey Milk, Malcolm X, seguramente algunos más que escapan a la memoria. Los nombres se suceden hasta llegar al intento de asesinato de Ronald Reagan en 1981, que el entonces presidente sobrevive con la gracia del actor de Hollywood que llevaba adentro. Después, nada.
Pasaron casi 30 años sin magnicidios. Hasta la semana pasada, cuando casi matan a Giffords, una congresista de Arizona relativamente desconocida fuera de su estado. Baleada en la cabeza a quemarropa por un loquito que se había enojado porque semanas atrás ella se había negado a contestarle una pregunta incoherente durante un acto de campaña.
En el atentado contra Reagan había muerto su secretario de prensa Jim Brady. Al poco tiempo la esposa de Brady, Sarah, se convirtió en la principal portavoz y lobbista en favor de controlar el derecho a portar armas. Los republicanos siempre habían sido renuentes a limitar su uso, derecho que garantiza la famosa segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Pero el paciente trabajo de la viuda de uno de los suyos pudo más y once años más tarde, durante la presidencia de Clinton, el Congreso sancionó la llamada ley Brady con apoyo bipartidista.
La ley Brady imponía por primera vez controles a nivel nacional para la compra de armas automáticas. Más importante, visibilizó la cara, la historia y el discurso de Sarah Brady y los contrapuso al héroe épico que representaba el actor Charlton Heston, por entonces presidente y portavoz de la poderosa Asociación Nacional del Rifle.
En las elecciones de noviembre los candidatos de la línea Tea Party hicieron campaña en contra de la ley Brady, algo que no había ocurrido nunca desde su aprobación. Les salió muy bien. En las primarias el movimiento libertario ultraderechista tomó por asalto al Partido Republicano. En las legislativas puso dos pies en el Congreso. El rival que Giffords había derrotado en las legislativas hizo campaña mostrándose con un rifle de asalto M16.
En los años sesenta muchos estadounidenses exhibían sus fierros sin ningún pudor, hasta que la práctica fue ilegalizada. Las míticas Panteras Negras protestaban sentados en las escaleras de los edificios municipales con pistolas en sus cinturas y escopetas en sus regazos. Las pickups de los cowboys siempre tenían un rifle colgado en la cabina. Hasta los hippies de Grateful Dead se fotografiaron con sus fierros en la emblemática esquina de Height and Ashbury, San Francisco, durante el Verano del Amor.
Ahora, recién ahora, los estadounidenses sienten que fueron demasiado lejos. Demasiado miedo al terrorismo, odio a los inmigrantes, inseguridad económica, racismo anti-Obama, fudamentalismo cristiano, guerra en Asia y en el Golfo. Too much. Un clima de violencia que los llevó a romper el último tabú, el último dique que los hacía sentirse parte de una sociedad civilizada.
Hizo falta que un loquito baleara a una diputada. Matar al líder, de eso se trata. Desnudar su fragilidad para poner en juicio lo que representa. Romper con el mito hollywoodense de que el poder premia a los héroes y mata a los débiles. Bajar al protagonista en la mitad de la película.
Es lo que hizo Jared Lee Laughner, el joven de 22 años que atentó contra Giffords. Laughner estaba convencido de que el gobierno intentaba controlar a la población a través de la gramática, como en el 1984 de Orwell, uno de sus libros preferidos. Tenía todos los síntomas de un esquizofrénico paranoide. Pero había algo más. Muchísimas personas que padecen enfermedades mentales no hacen lo que hizo él, y cosas como las que hizo él casi siempre pasan en Estados Unidos y no en otro país. Laughner, amén de sus particularidades, se formó en un tiempo y un lugar.
Como escribió George Packer en el New Yorker, no es que los Tea Party ordenaran el asesinato de Giffords. Más bien crearon un clima de crispación y violencia que puede ser interpretado por algunos loquitos como una luz verde, como una señal para matar a quienes los Tea Party marcan como enemigos.
Los magnicidios en Estados Unidos no son crímenes estrictamente políticos. Los asesinos no son militantes, no están encuadrados ni responden a estructuras orgánicas con proyectos de toma de poder. Giffords no era ni por asomo la principal enemiga de los Tea Party, pero Giffords había sido señalada con nombre y apellido como una de las candidatas a derrotar, cueste lo que cueste. Marcada por boca de la líder del movimiento, la cazadora antisemita Sarah Palin.
Las palabras no matan, dicen los republicanos. Un loquito hizo lo que hizo y ahora los demócratas buscan sacarle rédito político porque les tocó en suerte haber recibido el ataque.
Pero las palabras dañan y pueden matar. En uno de los fallos más citados de la jurisprudencia estadounidense, Schenk vs. United States (1919), la Corte Suprema limitó la libertad de expresión con el argumento de que si alguien grita ¡fuego! ¡fuego! en un teatro lleno se produciría una estampida y alguien se podría lastimar. Con ese argumento se han escrito leyes castigando el lenguaje racista después del Holocausto.
El atentado contra Giffords había pegado fuerte y hacía falta un exorcismo. Un cambio, algo que los hiciera sentir que la masacre no había sido en vano. Hacía falta un héroe y apareció Daniel Hernández, el secretario de Giffords. Candidato ideal, latino y abiertamente gay, para que les duela más a los Tea Party.
Hernández sostuvo a Giffords en sus brazos y tapó el agujero de la bala con una mano para evitar que la diputada se desangrara, mientras con su otra mano apretaba fuerte la de Giffords. El miércoles todo el país se emocionó con él, con su discurso al borde de la falsa modestia.
Hacía falta un héroe pero también una causa. Los medios se ocuparon de eso. Llenaron miles de páginas y pantallas con el debate sobre el lenguaje violento de los Tea Party. Y otras miles con el debate sobre la vigencia del derecho a portar armas. Y se habló de las víctimas fatales, del juez, de la niñita de nueve años que se había interesado en política y quería conocer a su congresista, del abuelo de 75 que escudó con su cuerpo al amor de su adolescencia, con quien se había reencontrado recientemente después de medio siglo de vidas separadas. Y el Capitolio se llenó de proyectos para mejorar la seguridad de los congresistas.
Y habló Obama, y habló la gobernadora de Arizona, y volvió a hablar el héroe latino y gay. Y todos aplaudieron emocionados y se juramentaron que nunca más. Como si fuera posible ahuyentar la espiral de violencia descontrolada que sacude a Estados Unidos, envolviendo palabras, gestos y acciones en un mismo huracán.
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