EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
La conmovedora revolución egipcia que seguimos por televisión ofrece lecturas múltiples. Fueron los millones de manifestantes anónimos quienes le pusieron el cuerpo a la gesta, pero adentro y afuera de Egipto distintos poderes y corrientes de pensamiento aspiran a capitalizar el valor simbólico del triunfo popular. Por eso conviene desmenuzar un poco lo que acaba de suceder,
A nivel tecnológico la revolución aparece como algo casi ine-vitable, la consecuencia de la creciente circulación de crecientes volúmenes de información, a través de mecanismos cada vez más modernos y sofisticados, que a la larga o a la corta terminan sorteando cualquier intento de control estatal por parte de gobiernos autoritarios. La naturaleza anárquica y espontánea de las redes sociales que convocaron la protesta de plaza Tahrir a su vez explica que la revolución, al momento de producirse, no haya tenido líderes definidos.
A nivel económico, la revolución pone en riesgo la continuidad del modelo de producción basado en la transferencia de recursos no renovables desde enclaves extractivos de la periferia hacia los polos industriales y urbanos de los países centrales. Estados Unidos, Japón, algunos países europeos, China, y los Tigres Asiáticos dependen en mayor o menor medida del petróleo árabe. Durante por lo menos el último medio siglo, esa dependencia marcó la política de alianzas de Occidente en Medio Oriente. Y claro, los únicos en la región que podían garantizar una provisión predecible y casi ilimitada de petróleo exportable eran los gobiernos autocráticos, justamente porque son los únicos que no someten esas decisiones al voto popular. Egipto no tiene petróleo pero comparte el control del canal de Suez, por donde pasan los barcos que salen cargados de crudo de la península arábiga. Ahora, para Occidente, esos gobiernos han dejado de ser confiables para volverse más bien indefendibles. Entonces el modelo económico tendría que cambiar. Por eso es probable que tras la caída de Mubarak las economías desarrolladas aceleren la transición hacia energías alternativas, lo cual es bueno, y ponga más presión en la autorización de perforaciones costeras, lo cual es malo, como demostró el derrame del golfo del año pasado.
A nivel de política internacional, la revolución desnuda el doble discurso de Occidente. Sus países apoyan a los autócratas de Medio Oriente, justificando ese apoyo como una estrategia para combatir el terrorismo, y mientras tanto se aseguran la provisión del petróleo que tanto necesitan. Pero resulta que su mensaje de política exterior para todo el mundo, no sólo para el mundo árabe, es que ellos exportan la democracia y la libertad. Venden un discurso y hasta se lo creen, pero a la hora de los bifes prevalecen la cuestiones económicas, porque en el fondo son mucho más capitalistas que democráticos. Esa contradicción ideológica golpea a la alianza liderada por Estados Unidos en un momento en que su hegemonía se ve amenazada por las potencias emergentes y sufre el desgaste de su interminable guerra contra el terrorismo islamista. Para ganar la guerra y mantener su liderazgo, Occidente tendrá que mejorar sus prácticas, o al menos sincerar su discurso.
A nivel de política regional, la revolución le pone presión a Israel para presentar un programa de paz serio que involucre a todos los actores involucrados en el conflicto de Medio Oriente, o al menos a mostrar algún progreso en la negociaciones con la Autoridad Palestina. Los vientos de cambio que soplan por la región chocan con la actitud ultraconservadora del gobierno del premier israelí Netanyahu, que insiste con colonizar territorios ocupados. Los Wikileaks demostraron la indiferencia de la delegación israelí ante las extraordinarias concesiones que aceptaron sus pares palestinos en la última ronda de negociaciones. Está en Israel transformar la amenaza en oportunidad.
Por otra parte, la revolución egipcia no pasará inadvertida en las monarquías y califatos que sobreviven en el mundo árabe. El dictador de Yemen podría ser el próximo en caer. Los demás por ahora no parecen estar en peligro, pero si voltearon a Mubarak no hay que descartar otra sorpresa. Mientras tanto, es probable que Egipto modere su presencia internacional durante la transición, y que ese espacio sea ocupado por sus rivales históricos, Arabia Saudita y Siria. Son dos países que comparten regímenes autoritarios, pero que representan alianzas de poder internas y externas casi opuestas, que buscarán desplazar a Egipto del liderazgo en el mundo árabe.
A nivel de política local, la revolución tiene final abierto. A Mubarak lo volteó la gente pero el poder se lo entregó a los militares. El país lleva casi tres semanas paralizado y todavía no se sabe bien quién va a gobernar, mucho menos quién ostenta el poder real, más allá de que formalmente el país está en manos de Consejo Superior de la Fuerzas Armadas. O sea, un grupo de generales que ascendió y se enriqueció durante los últimos treinta años bajo el ala del dictador que acaban de echar. Las próximas elecciones presidenciales están programadas para septiembre. Cuesta imaginarse que los generales sueñen con quedarse más allá de esa fecha y difícilmente los manifestantes y la presión internacional se lo permitan. Pero a quién, de qué forma, y bajo qué condiciones entregarán el poder no se sabe todavía. Lo que hay que decir a esta altura es que no fueron prolijos. Echaron al dictador y eso está muy bien, pero no le entregaron el mando a vicepresidente, ni al presidente de la Asamblea, ni al presidente de la Corte Suprema. Se lo quedaron ellos.
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