EL MUNDO › OPINION
› Por Eduardo Febbro
Para un latinoamericano, aceptar que un triunvirato militar pueda administrar y hacer reales las aspiraciones de un movimiento democrático es un sin sentido. La situación egipcia es tanto más paradójica cuanto que el jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el mariscal Mohamed Husein Tantawi, fue el pilar del antiguo régimen y ahora es la pirámide de la transición. Con medio millón de efectivos entre las tres fuerzas, tierra, aire y mar, cerca de otro medio millón con los reservistas, 1,6 mil millones de dólares anuales de ayuda militar proporcionados por Estados Unidos, los militares egipcios constituyen una fuerza colosal y un actor insoslayable del sistema político. Pese a las ambigüedades que perduran en torno del papel que jugó el ejército en el derrocamiento de Hosni Mubarak, los egipcios ven, en cambio, una garantía en las fuerzas armadas. La historia explica esa confianza. Existe una analogía sorprendente entre el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, encargado hoy de llenar las aspiraciones democráticas del país, y el Consejo Revolucionario que a mediados del siglo XX instauró la República, es decir, el país que conocemos hoy. El Egipto moderno es una emanación de un grupo castrense, el Movimiento de los Oficiales Libres, fundado a principios de los años ‘50 por un joven teniente, Gamal Abdel Nasser. Con él a la cabeza, el Movimiento derrocó a la monarquía cleptómana del rey Faruk I (julio de 1952), puso fin al Reino de Egipto y proclamó la República un año más tarde.
El contexto de 2011 es muy distinto, pero los militares se encuentran ante una encrucijada similar a la de Nasser: restaurar el sistema político, recuperar la estabilidad, abrir el juego para satisfacer la ola democrática que terminó con 30 años de dictadura y recobrar autonomía frente a las zarpas de las democracias occidentales ante las cuales Mubarak se había arrodillado. La tarea resulta paradójica, tanto más cuanto que el encargado de conducir la transición egipcia, el mariscal Mohamed Husein Tantawi, es todo menos un progresista. Pero todo tiene un fondo doble en esta historia. Los cables diplomáticos norteamericanos lo describen como “un perro caniche de Mubarak” (poodle). Al mismo tiempo, los oficiales estadounidenses que lo frecuentaron en las casi tres semanas de la revuelta aseguran que Tantawi fue un operador decisivo en el desenlace sin violencia masiva de la salida de Mubarak. Entre la generación digital que descuajó a Mubarak y el mariscal casi octogenario no parece haber muchos puntos en común. Sin embargo, los analistas occidentales observan que, a pesar de la prolongada proximidad entre el ejército y el clan de Mubarak, la postura de las fuerzas armadas durante las revueltas restauró su credibilidad. Mustafá Kamel el Sayyed, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de El Cairo, explicó a la prensa que “el ejército se abstuvo de intervenir para impedir las manifestaciones y, por consiguiente, no desempeñó el papel que Mubarak hubiese querido”. Robert Gates, el secretario de Defensa norteamericano, le rindió al ejército un homenaje público: “Diría que contribuyeron a la evolución de la democracia y a lo que observamos hoy en Egipto”, dijo Gates.
En realidad, los analistas internacionales describen a las fuerzas armadas como otra de las víctimas del régimen de Mubarak, una paradoja que se suma a otras tantas. Anthony Cordesman, miembro del centro de estudios estratégicos e internacionales de Washington, observó que “los militares no dominan ni la economía ni la administración y, al igual que muchos egipcios, son objeto de una vigilancia asfixiante por parte de los servicios secretos”. Las estadísticas sobre las fuerzas tienden a probar esa tesis. Si el ejército cuenta en efecto con cerca de medio millón de efectivos, hay fuerzas paralelas casi tan poderosas como la de los uniformados: las fuerzas paramilitares –fuerzas centrales de seguridad, guardia nacional, policía secreta y guardia fronteriza– suman cerca de 400 mil hombres. El analista también advierte que “si el ejército puede volverse un decididor supremo de la política en períodos de sublevación, no es, como en Argelia, el gobierno de facto”.
El cuarto y último comunicado difundido el sábado por el ejército es una hoja de ruta con algunas zonas oscuras. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas asegura en el comunicado de seis puntos que este ente “aspira al traspaso pacífico del poder, en el marco de un sistema democrático libre, a una autoridad civil elegida para gobernar el país y a construir un Estado democrático y libre”. Resulta sospechoso que no haya un calendario determinado para esa empresa. Paradojas y ambigüedades circulan entre el humo de las revueltas. Los actos políticos del ejército no llenan por ahora las expectativas de la población. En primer lugar no disolvió el gabinete del primer ministro Ahmed Chafic, nombrado el pasado 31 de enero. El ejército lo mantuvo en sus funciones para asumir “las tareas corrientes”. En segundo, tampoco disolvió el Parlamento electo en las fraudulentas elecciones legislativas de noviembre pasado. Y, tercero y último, no procedió a crear un gobierno provisorio de unión nacional con amplia representación. Desde 1952 Egipto está dirigido por la misma elite cívico-militar. Requiere cierto esfuerzo creer que el actor militar de esa elite vaya a estimular un gran cambio. Todo dependerá, una vez más, de la presión de la calle. De lo contrario, las cosas habrán cambiado sólo para garantizar la continuidad.
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