EL MUNDO › EL DRAMA DE LOS CARIOCAS QUE DEBEN OPTAR POR LOS JEFES NARCOS O UNA POLICíA CORRUPTA
Desde que la policía y los militares ocuparon las favelas, disminuyó la violencia en la ciudad, pero se multiplicó en las urbes que integran la zona metropolitana. Bajó el comercio de drogas, pero los precios no subieron.
› Por Eric Nepomuceno
Opinión
Desde Río de Janeiro
Los medios brasileños son pródigos en loas a la política de seguridad pública implantada en Río, con la ocupación policial de las favelas controladas por las muy violentas pandillas de narcotraficantes. La omisión de las autoridades a lo largo de décadas permitió la implantación de un poder paralelo de parte de los traficantes. Y, a la vez, favoreció la creación de milicias parapoliciales, que disputan espacio y poder con los traficantes, en otra vertiente de la violencia. Ahora se trata de recuperar esas áreas.
La acción de ocupar favelas, instalar puestos policiales –las llamadas UPPs (por Unidad de Policía Pacificadora)– integrados por tropas recién egresadas de las academias y, por lo tanto, todavía inmunes, al menos en teoría, a la corrupción generalizada que impera en las fuerzas de seguridad de Río, es recibida como una iniciativa redentora. La prensa y la televisión no cesan de exaltar la “nueva vida” en esas comunidades. Y se destaca, además, la súbita valorización inmobiliaria de los barrios vecinos a la favela, como si a raíz de un solo gesto de las autoridades el perdido paraíso fuese súbitamente recuperado, hasta en lo que se refiere a los negocios.
La ocupación, el pasado fin de año, del inmenso conglomerado de favelas llamado de Complexo del Alemán, donde viven alrededor de 400 mil personas, pasó a ser una especie de modelo de acción conjunta, ya que a las fuerzas policiales se sumaron tropas del Ejército, Marina y Aeronáutica. Ahora mismo, en la primera semana de febrero, la policía de Río ocupó, otra vez en acción con las Fuerzas Armadas, nueve favelas entre el centro y la zona sur de la ciudad, vanagloriándose de no haber disparado un solo tiro.
El gobernador Sergio Cabral anuncia, entre oleajes de sonrisas, que el modelo implantado en Río puede –y debe– ser exportado para todo el país, principalmente a las grandes ciudades dominadas por la violencia, es decir, todas.
Bueno, hasta ahí, al menos en las apariencias, vamos bastante bien. En los cerros ocupados por las UPPs ya no se avistan traficantes fuertemente armados dictando órdenes y consignas, ya no se amenaza más a los moradores, y hasta turistas deslumbrados se aventuran por las encuestas para ver de cerca cómo viven los exóticos habitantes de esas comunidades y conocer sus hábitos pintorescos.
Sería conveniente, en todo caso, bucear un poquito en lo que se avista, para que se vea lo que está por detrás –y por debajo– de toda esa maravilla. Para empezar, esas ocupaciones “pacíficas” son precedidas por amplios avisos del gobierno. Parece razonable: si los narcos no salen, habría enfrentamientos violentísimos, con riesgo desmesurado para la población. Sin embargo, nadie explica por qué, al salir calmadamente, las pandillas no son debidamente monitoreadas para que se sepa hacia dónde se dirigen. Si disminuyó la violencia en las favelas ocupadas –y ése es un dato indiscutible–, en las ciudades que integran la zona metropolitana de Río esa misma violencia se multiplicó. Bajó el comercio ostensible de drogas, pero los precios no subieron: la oferta y la demanda se mantuvieron como antes. ¿Por qué? ¿Dónde se vende la cocaína, la marihuana y el crack que antes tenían verdaderas ferias en los cerros ahora ocupados?
Otro punto: ¿cómo depender de una policía notablemente corrompida? El Complejo del Alemán, luego de la expulsión de los narcotraficantes, pasó a ser para sectores de la policía –tanto la civil, investigadora, como la militar, de prevención y represión– una inmensa mina de oro. Las distancias abisales entre lo que se incautó en drogas, armas, joyas y dinero y lo que efectivamente se depositó en la Justicia hicieron la alegría de los corruptos. Se sabe que grandes depósitos siguen siendo descubiertos, pero no se oye una palabra sobre esas aprehensiones. Un capitán del Ejército y todo su pelotón fueron detenidos por haber robado de dinero a aparatos de aire acondicionado, de motos a aparatos de televisión, a los habitantes del Alemán.
Ahora mismo, el pasado viernes, una operación de la Policía Federal desmanteló a una pandilla especializada en desviar armas y drogas aprehendidas en operaciones y venderlas a sus antiguos dueños o a otros grupos rivales. La “Operación Guillotina” detuvo a 37 policías civiles y militares, entre ellos el comisario Carlos Antonio Oliveira, subjefe de la Policía Civil de Río hasta hace pocos meses, y que ahora ocupaba la subsecretaría municipal de Orden Público.
Está bien, los del Ejército fueron detenidos, el comisario y parte de su bando están en la cárcel. Pero conviene meditar: con esos ejemplos –que no pasan de ser exactamente ejemplos de una desviación endémica en las fuerzas de seguridad pública de Brasil–, pues, ¿en quién confiar? El comisario Oliveira logró crear una fuerte estructura de desvío de armas, drogas y dinero y, al mismo tiempo, un eficaz sistema de información, que consistía en avisar a los jefes del tráfico de operaciones que serían deflagrados para detenerlos (nada que ver con la instalación de UPPs: Oliveira avisaba de acciones aisladas, cuyo objetivo eran determinados jefes). Es notorio que el caso de Oliveira no es único. ¿Cómo explicar que nadie haya hecho nada hasta ahora? El actuó a lo largo de por lo menos dos años. ¿Dónde estaban sus superiores? ¿Hacia dónde miraban?
Bueno, con una policía así, no queda a los moradores de Río otra alternativa que decidir a quién temer más, si a los criminales con o sin uniforme.
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