Jue 17.03.2011

EL MUNDO  › OPINION

Una catástrofe con cuatro cabezas

› Por Eduardo Febbro

Desde París

Muammar Khadafi ejecutó las dos amenazas que había proferido en los últimos días: aplastar la rebelión que nació a mediados de febrero y revelar informaciones comprometedoras para el presidente francés, Nicolas Sarkozy. En un puñado de días las tropas leales al régimen recuperaron las ciudades en manos de los rebeldes y en menos de una hora se hicieron con el control de Ajdabiya, el eje estratégico que determina el acceso final a la capital de los sublevados, Benghazi. Allí está la sede del CNLT, el Consejo Nacional Libio de transición al que Francia reconoció como “el único interlocutor legítimo” del pueblo libio. A ese reconocimiento se sumaron luego los otros 26 países de la Unión Europea. Los cañones de Khadafi resuenan ahora en las contradicciones de las capitales occidentales, cuyo torpe y vacío apoyo a la insurrección contra su ex aliado y enemigo alentó a los sublevados a llevar adelante una aventura militar para la cual no estaban preparados.

Khadafi conoce bien las debilidades de Occidente y resulta incongruente que las capitales del Norte no hayan tomado en cuenta las particularidades del coronel: no son un par de resoluciones de las Naciones Unidas, a las que Khadafi desprecia, las que van a acorralarlo, como tampoco el bloqueo de sus haberes y las demás decisiones tomadas por la comunidad internacional en uno de sus peores momentos históricos: desigualdad bochornosa entre las naciones, justicia internacional a escala variable, permanencia de un Consejo de Seguridad obsoleto, compuesto por cinco miembros permanentes que no representan más los equilibrios del mundo actual, condenas a unos y perdones alucinantes a otros, etc., etcétera.

Cuando sintió cerca su victoria, Khadafi sacó los trapos sucios ante las cámaras. El martes le dijo a una televisión alemana: “Mi amigo Sarkozy se volvió loco”. Ayer, su hijo, Saif el Islam, el supuesto reformista que terminó amenazando con “eliminar” a los opositores, completó la venganza. En una entrevista con el canal europeo Euronews, Saif aseguró que Libia había financiado la campaña electoral de Nicolas Sarkozy, presidencial de 2007: “Fuimos nosotros quienes financiamos su campaña y tenemos las pruebas. Estamos dispuestos a revelarlo todo. La primera cosa que pedimos a este payaso es que reintegre el dinero al pueblo libio. Le dimos esa ayuda para que trabajara a favor del pueblo libio, pero nos ha decepcionado”. Saif el Islam adelantó que tenía todos los detalles, “las cuentas bancarias, los documentos y las operaciones de transferencia. Vamos a revelar todo próximamente”. Estas indecencias no son ajenas a la postura de París, primer país en reconocer a los opositores libios del CNLT y también el más activo a la hora de promover acciones militares “contra blancos puntuales” y, junto con Londres, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que permita la instauración de una discutible zona de exclusión aérea. Para una gran mayoría de analistas, Sarkozy se apresuró demasiado en sus decisiones unilaterales. Consciente de su superioridad, Saif el Islam dijo en la misma entrevista: “Nuestras fuerzas están casi en Benghazi. Cualquiera sea la decisión (de la ONU) será demasiado tarde”.

Más allá de estas gesticulaciones, la postura de la comunidad internacional impone una pregunta: ¿se trató y se trata de una estrategia torcida o de un error tan fundamental como monumental? Khadafi está hoy a las puertas de la sede rebelde. Su avance estuvo precedido por un flujo constante de amenazas nunca concretadas: la más repetida fue la instauración de una zona de exclusión aérea para impedir que el régimen usara los aviones con los cuales hoy ha prácticamente hemos derrotado a la oposición. El martes, al cabo de una reunión de dos días celebrada en París entre los cancilleres del G-8 (el grupo de las potencias más industrializadas), el canciller francés, Alain Juppé, enterró esa idea por falta de acuerdo. Habrá, si es que las hay, una nueva tanda de sanciones contra Khadafi en las Naciones Unidas, sanciones que el Guía Supremo ignorará como todas las anteriores, entiéndase, tanto las que se adoptaron cuando Khadafi empezó a reprimir a sangre y fuego la revuelta como las que estuvieron vigentes durante los largos años en que el Coronel era el “enemigo del mundo libre” y el mejor respaldo del “terrorismo internacional”. Esas épocas de aislamiento internacional terminaron una vez que el coronel y Occidente se dieron un prolongado abrazo reconciliador con el telón de fondo de fructíferos contratos petroleros, venta de armas, instalación de empresas occidentales en Trípoli e irrigación de los capitales libios manejados por la familia del Guía en el sistema financiero internacional.

Nadie faltó a la cita: democracias ejemplares, multinacionales, bancos, jefes de Estado y de gobierno, grupos regionales de peso como la Unión Europea y, desde luego, Washington. Nadie lo intimó a abrir un poco el juego político a cambio de tantos privilegios. Hasta un inesperado protagonista se sumó al banquete khadafista: los artistas. Por un millón de dólares de cachet, Maríah Carey, Nelly Furtado, Beyoncé, 50 cents y Usher entonaron su música ante el clan Khadafi. Al parecer, al igual que quienes, a la izquierda, vieron en el coronel el abanderado del anti imperialismo, no sabían nada de la existencia de las mazorcas khadafistas. Hace unos días, Nelly Furtado reconoció que “en 2007 recibí un millón de dólares del clan de Khadafi por actuar durante 45 minutos en un espectáculo para unos invitados de un hotel en Italia. Voy a donar el dinero”.

El astuto líder del socialismo con rejas le sacó el antifaz a medio mundo y, con ello, ensombreció un poco más el ya triste, injusto y desesperanzado sistema internacional. Lo peor radica en que los éxitos de las revueltas democráticas en Túnez y Egipto impulsaron los sueños de la oposición libia mientras que los regateos intervencionistas de Occidente condujeron a esa oposición del sueño a la peor pesadilla: regalarle a Khadafi la victoria en una bandeja llena de muertos y de sangre. ¿Cómo justificar una intervención extranjera en la revuelta interna de un país? ¿Y en ese caso, cómo administrar un tercer frente de intervención con los dos ejemplos vivos y fracasados que son Irak y Afganistán?

No había modo de que el tiempo de las negociaciones coincidiera con la agenda de la guerra, es decir, no ya con los intereses egoístas de cada país sino con la muerte que corre detrás de los insurrectos. Alemania, Italia, Rusia y China se opusieron frontalmente a una intervención exterior. Washington disimuló su opción en un lacónico “análisis de la situación”. El resultado es una catástrofe con cuatro cabezas: la catástrofe del drama de los cientos de miles de extranjeros continentales que tuvieron que dejar Libia a través de Túnez o Egipto en condiciones infrahumanas: la catástrofe de la represión y la muerte interna que cada día siembra el régimen: la catástrofe de la credibilidad de esa metáfora que es la comunidad internacional, todas esas democracias occidentales que se apuraron en promesas y amenazas para no hacer al final estrictamente nada: y la catástrofe que significaría ver a Khadafi coronarse otra vez rey luego de haber decapitado a bombazos al movimiento democrático.

De las cinco revueltas serias que estallaron al sur del Mediterráneo y en los países del Golfo, una, la de Yemen, sigue en pie, otra, la de Bahrein, está siendo aplastada, las de Túnez y Egipto triunfaron y la de Libia corre hacia un desastre político y humanitario. Cualquiera sea la opción que se aplique, la guerra interna será larga y la represión, feroz. Una intervención internacional tomará tiempo y nada garantiza su legitimidad. ¿Cómo justificar la inclusión armada de quienes hace unas semanas tomaban el té en la carpa de Khadafi? Igual de extensa será la elección de armar a los opositores. El Guía Supremo ha devorado a todo el mundo en su trampa. A su manera salvaje y descarada, Saif el Islam dijo ayer: “Los colonizadores serán vencidos, Francia será vencida, Estados Unidos será vencido, Gran Bretaña será vencida”. Si el régimen gana la batalla final de Benghazi, aunque sea por unos meses, Saif tendrá razón. Con la ayuda incomprensible de europeos, norteamericanos, China y Rusia, Khadafi ha creado una escena sin escapatoria, similar a la que el ex presidente serbio Slobodan Milosevic creó en la ex Yugoslavia.

Los intereses opuestos de las potencias mundiales demoraron la concertación final de una estrategia adecuada. El resultado fue una repetida serie de barbaries y de crímenes contra la humanidad a apenas mil kilómetros de París. Es lógico que la intervención en una guerra civil en un país de Africa del Norte suscite reticencias. Pero las incoherencias de los mensajes emitidos tornaron la situación aún más crítica para los rebeldes. En una carta remitida al Consejo de Seguridad de la ONU, Nicolas Sarkozy interpeló solemnemente a esa instancia para que “apoye” el llamado de la Liga Arabe a favor de una zona de exclusión aérea. Hillary Clinton, en El Cairo, dijo que era “urgente” actuar. La progresión militar de Khadafi parece apurar una reacción árabe occidental cuya legitimidad no tiene ni contornos claros ni tiempos coherentes.

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