EL MUNDO › DESDE FEBRERO HUBO NUEVE NAUFRAGIOS EN EL MEDITERRANEO
› Por Elena Llorente
Desde Roma
Son demasiado pobres, son africanos y creen que mejorarán su vida al cruzar el Mediterráneo. En cambio, por algunos centenares de euros a menudo compran la propia muerte. El naufragio de esta semana, que provocó la desaparición de unas 250 personas, ha sido la desgracia más grande ocurrida en el Mediterráneo en los últimos meses. Este bellísimo mar de aguas profundamente azules o turquesas o verdes se ha transformado en un verdadero cementerio sin cruces. Desde febrero pasado, se ha tenido noticias de al menos nueve naufragios de este tipo en aguas mediterráneas, que han costado la vida a cerca de 450 desesperados. Dos barcos naufragaron en febrero, cinco en marzo, dos en abril. Y las cifras de los desaparecidos son sólo aproximadas, basadas en lo que cuentan los sobrevivientes, porque no todos los cuerpos han sido recuperados. El espectáculo en el mar, de todas maneras, es siempre espeluznante, mujeres y niños no están excluidos de estas desgracias.
De los 300 que viajaban en la barcaza que se fue a pique esta semana fueron rescatados poco más de 50. Pero lo peor es que la tragedia se produjo ante los ojos de los guardacostas italianos. Dos naves militares de la Guardia Costera habían logrado acercarse a la barcaza de unos 13 metros de largo. Las olas eran altísimas, de dos o tres metros, los barcos se movían de aquí para allá, pero un marinero logró tirar una cuerda y ellos la tomaron. Les decían “sit down”, siéntense, estén tranquilos en varios idiomas, pero la gente, desesperada, empezó a levantarse, entró agua de un lado y de repente la barcaza se dio vuelta. Era una noche oscura, las luces de las naves no lograban identificar a todos los que pedían ayuda. Las olas altas también hicieron su parte. Fueron salvados unos 50 por las dos naves militares y una barca de pescadores que estaba cerca y corrió a ayudarlos.
La barcaza había partido de Libia. Pero la mayoría de ellos no eran libios sino trabajadores de Eritrea, de Somalia, de Nigeria, de Bangladesh, de Sudán, ex combatientes, que escaparon de otras guerras y otras miserias para vivir en Libia. Pero ahora, asustados por la guerra y porque la gente de Khadafi les quería pagar para que lucharan de su lado –“prefiero una aventura en el mar que matar gente”, dijo uno de ellos– decidieron partir. Al parecer guiaba la barca un somalí que cuando vio las naves militares italianas detuvo los motores sembrando la confusión y aumentando la desesperación. Algunos han perdido a sus amigos, otros a su propia esposa o a sus hijos, como un nigeriano de 20 años que a los periodistas dijo ser un jugador de fútbol pero que en Libia también trabajaba como pintor de paredes. Viajaba con su pequeño hijo. “Lo mantuve apretado a mí todo el tiempo para que no tuviera tanto frío. Pero cuando el barco se dio vuelta, se me escapó de los brazos.”
Otras historias han sido más afortunadas dentro de la desgracia. Mimi y Peter son novios, ambos nigerianos. Cuando la barca se dio vuelta, desaparecieron bajo las aguas. El fue rescatado por una de las naves militares italianas. Sollozaba angustiado, pese a sus escasas fuerzas, porque su compañera había desaparecido entre las olas. Pero al llegar al centro sanitario de la isla de Lampedusa, donde todos ellos terminaron, se encontraron. Ella había sido salvada por otra nave. “Somos prófugos. Escapamos de guerras atroces donde hemos perdido parientes y amigos. Ha ocurrido lo mismo ahora en el mar. Pero tenemos que recomenzar. Gracias Lampedusa, gracias Italia.”
Los de aquí, los “ricos” de este lado del Mediterráneo, miran las fotos y los videos de esas caras desencajadas, de esos cuerpos deshechos envueltos en las frazadas térmicas doradas como si fueran regalos, y no siempre entienden. Muchos de los que viven aquí no se acuerdan de que sus abuelos fueron también emigrantes desesperados.
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