EL MUNDO
› OPINION
La guerra imperialista
› Por Claudio Uriarte
“He observado, caballeros, que en la guerra, por regla general, hay tres caminos abiertos al enemigo, y él, invariablemente, toma el cuarto”, dijo una vez Von Moltke en una alocución al Colegio de Oficiales Alemanes. Vale decir que la primera baja en una guerra no es la verdad (versión civil del inicio del conflicto) sino el plan de guerra que se había proyectado originalmente (versión militar del inicio del conflicto). En el caso de la guerra a Irak, todo esto aparece escandalosamente trastrocado: no sólo se empezó a mentir a mansalva mucho antes del comienzo de la guerra (relacionándola, por ejemplo, con el combate a Al-Qaida, o con las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein), sino que la acción inesperada que puede derrotar al plan parece estar diferida, situándose más allá de la derrota de Saddam Hussein. Esto no es para minimizar los considerables riesgos que afronta el plan norteamericano (como una sangrienta guerra en las ciudades, o un número de bajas civiles que potencie la ya altísima oposición internacional a su cometido). Sino para destacar que ésta es una guerra inusual, que no sólo promete desarrollos inusuales sino que ya los ha generado (como la fractura de la OTAN y el realineamiento de las alianzas de Estados Unidos en el mapa europeo).
Por todo el período posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial, se volvió un clisé hablar de “imperialismo norteamericano”. Pero era un imperialismo raro: podía invadir o desestabilizar países –al tiempo que mantener un aparato militar de proyecciones globales–, pero no anexaba territorios ni permanecía largo tiempo en los países invadidos. Incluso la guerra de Vietnam fue descrita con rigor como un “empantanamiento”: EE.UU. no se había propuesto permanecer allí el tiempo que estuvo; quedó atrapado por la lógica adversa de los acontecimientos. Washington tampoco se propuso nunca remodelar el mundo a su imagen y semejanza, sólo dejar en los países fieles custodios de la pax americana, fueran quienes éstos fueron. Ni el pueblo norteamericano tuvo jamás vocación imperial: al contrario, siempre fue aislacionista e insular, a tal punto que cada entrada en un conflicto debió ser justificada por sus gobernantes con excusas de veracidad variable. El imperialismo era visto como una práctica detestable de la “vieja Europa”, que tan paradójicamente ha resurgido en el corrosivo discurso público de Donald Rumsfeld. El éxito económico estadounidense era tan gigantesco que parecía formular por sí mismo la pregunta: “¿Por qué complicarnos en asuntos de otros?”. Por lo tanto, el imperio norteamericano era sui generis. No era como el Imperio Romano, ni como el Otomano, ni como el Británico, ni como los sucesivos imperios rusos. Más que una realidad en el sentido de la nomenclatura clásica, el “imperialismo norteamericano” era una metáfora, un modo de decir o (como hubiera dicho H. A. Murena) “un estado de ánimo”.
Pero todo eso está a punto de cambiar, frente a la guerra en que está a punto de empeñarse Estados Unidos contra Irak. Se trata de una guerra imperialista. Su objetivo no es el control del petróleo iraquí (que hoy rinde anualmente apenas un tercio de lo que va a costar el conflicto según las estimaciones norteamericanas más optimistas) sino nada menos que el rediseño de todo Oriente Medio más o menos a imagen y semejanza del ocupante. Pero, más allá del cálculo de probabilidades de éxito de semejante empresa (basada, ahora sí, en cálculos económicos y de seguridad), los imperios, como pueden atestiguarlo los turcos, los británicos o los rusos, son caros. Incluso si todo le sale bien, EE.UU. tendrá que mantener en Irak una fuerza de unos 100.000 soldados por al menos un año y medio, sin hablar de posibles complicaciones regionales. Y George W. Bush está entrando a la historia como el primer presidente que se lanza a una guerra bajando impuestos, en medio de una recesión y de un déficit presupuestario que ya se proyecta en más de 300.000 millones de dólares (ver Suplemento Cash, página 7). La economía, por lo tanto, aparece como el principal talón de Aquiles potencial de la guerra. El otro (ligado fuertemente al anterior) es el staying power, el poder de permanencia y compromiso en el tiempo que la errática, desconcentrada e insular potencia norteamericana pueda sostener en Irak. Desde 1945, EE.UU. libró hasta ahora guerras básicamente conservadoras, destinadas a mantener un statu-quo. Ahora se apresta a librar una guerra revolucionaria, destinada a cambiar ese statu-quo. Y es aquí donde el enemigo –lo imprevisto– puede tomar el cuarto camino.