Dom 02.03.2003

EL MUNDO  › QUE MUEVE A ESTADOS UNIDOS CONTRA BAGDAD Y QUE PUEDE ENCONTRAR ALLI DESPUES

De qué hablamos cuando hablamos de Irak

Estados Unidos parece dirigirse a una guerra unilateral contra Irak. El plan ha causado una rebelión en el Consejo de Seguridad de la ONU y la oposición popular en los pocos países de Europa Occidental que han tomado partido por él. En esta nota, una perspectiva europea de lo que se viene.

Por Jonathan Freedland *
Desde Londres

Los norteamericanos son de Marte, los europeos son de Venus. Eso dice la última divisoria conceptual transatlántica de moda: “Paraíso y poder” de Robert Kagan, una reflexión de cómo los europeos se han vuelto suaves e idealistas (y femeninos) mientras los yanquis siguen siendo duros, usan botas y son conscientes (como verdaderos hombres) de lo brutal que puede ser un lugar en el mundo. De acuerdo con Kagan, nuestras perspectivas se han distanciado tanto que es hora de que dejemos de pretender que “ocupamos el mismo mundo”. Somos de planetas diferentes.
Quizás eso explique por qué tantos europeos no sólo no están en el lado opuesto de Estados Unidos en el debate sobre la incipiente guerra contra Irak, sino que ni siquiera estemos teniendo la misma conversación. Mientras nosotros todavía agonizamos sobre si ir o no a la guerra, obligando a nuestro primer ministro a hacer y rehacer su argumentación, la discusión en EE.UU. hace tiempo que pasó por eso. Con apenas un atisbo de oposición del Congreso al ataque militar contra Saddam y la mayoría de los demócratas reducidos a un silencio complaciente, la aldea de Washington ha asumido qué guerra sucederá y qué está justificada. El debate allí se enfoca en una pregunta diferente, ¿y después qué?
Podría ser un simple resultado del poder. Nosotros nos recostamos haciendo juicios abstractos y morales mientras ellos, como la nación posicionada para actuar, se preocupan en cosas prácticas. No somos precisamente espectadores –después de todos 40.000 británicos estarán involucrados–, pero tampoco tenemos el lugar principal en la trinchera, tomando las decisiones claves. Esas se harán en Washington.
Cualquiera sea la explicación, la brecha entre nosotros es real. Las páginas de opinión de los diarios norteamericanos repiten la vieja costumbre de enumerar lo correcto y lo incorrecto de echar a Saddam por la fuerza, pero su interés más urgente (además de volcar bilis sobre los monos derrotistas de Francia y Alemania) está puesto en la tarea que enfrentará el gran Ejército de Liberación de Estados Unidos una vez que su trabajo inicial esté terminado.
Hay, por ejemplo, una discusión sobre el personal. ¿El gobernador general norteamericano que gobierne al nuevo Irak liberado debería ser un civil, quizás el ex inspector de armas nucleares David Kay o el abogado amigo de Bush, Michael Mobbs, o un militar? Seguramente un hombre de civil va a oler menos a ocupación militar y, por lo tanto, sería la elección más discreta. Por otro lado, un virrey uniformado podría repetir la magia que funcionó cuando Douglas MacArthur gobernó Japón. Si ese es el precedente, entonces el teniente general retirado y veterano de la primera guerra del Golfo, Jay Garner, sería el candidato principal. ¿O sería más inteligente nombrar al general libanés norteamericano de árabe hablante John Abizaid, conocido jocosamente como “el Loco Arabe” por sus colegas? Tales son los dilemas que preocupan a la pre-ocupante Norteamérica.
Hay cuestiones mecánicas también a considerar. ¿Cuál sistema funcionaría mejor? Si no una ocupación formal militar, ¿quizás una administración civil estilo Kosovo? ¿O un gobierno interino formado, a la afgana, por múltiples grupos de oposición, regresados a Irak después de décadas de exilio? ¿O sería más conveniente simplemente reemplazar a Saddam con un nuevo hombre fuerte: o bien un ex representante del partido Baath adecuadamente rehecho y recalificado como “pro-occidental” o uno de afuera, como el príncipe Hassan de Jordania, primo del último rey de Irak, asesinado en 1958?
Decisiones, decisiones. Y Estados Unidos, salvo que Saddam Hussein o George Bush cambien radicalmente, las estará tomando pronto. Lo que iniciarán será más que asuntos operativos. En cambio, irán al meollo de por qué Estados Unidos está luchando esta guerra. Porque si el principal objetivo de este conflicto es lo que la nueva segunda resolución de la ONU declara ser, el simple desarme de Irak, entonces cualquier arreglo de posguerra sería planeado alrededor de este objetivo: quizás un nuevo dictador complaciente haría mejor ese trabajo. Si el objetivo es el anunciado por Tony Blair en los últimos días como un caso moral, la liberación de la tiranía, entonces un recomienzo democrático sería suficiente.
Si, sin embargo, los victoriosos norteamericanos insisten en un nivel de control más fuerte por Estados Unidos, reestructurando totalmente a Irak, llenándolo con incontables bases militares, entonces podríamos comenzar a sacar conclusiones diferentes en cuanto a los verdaderos motivos de esta campaña. Podríamos estar de acuerdo con aquellos que detectan en la aventura iraquí el primer movimiento de un designio norteamericano mucho más grande: establecer la hegemonía de Estados Unidos para los próximos 100 años.
Esto no es sólo charla antibélica. Existe un equipo en la Calle 17 en Washington DC, llamado el Proyecto para el Nuevo Siglo Norteamericano, explícitamente abocado a la supremacía de Estados Unidos en el mundo para la era por venir. Sus acólitos hablan de un “dominio completo del espectro”, significando la invencibilidad en cada campo de la guerra –tierra, mar, aire y espacio– y un mundo en el cual ninguna relación de dos naciones entre sí será más importante que su relación con Estados Unidos. No habrá un lugar en el mundo o en el cielo para el caso, donde el mandato de Washington no será supremo. Para ese fin, un círculo de bases militares de Estados Unidos debería rodear a China, con la liberación de la República Popular considerada como el premio mayor. Como lo expresa un entusiasta concisamente: “Después de Bagdad, Pekín”.
Si esto les suena como los inocentes devaneos de un excéntrico grupo marginal, piensen nuevamente. Los miembros fundadores del proyecto forman la lista de círculo íntimo de Bush hoy: Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Walfowitz, Jeb Bush, Richard Perle, todos están ahí. También esta Zalmay Khalilzad, ahora el “enviado especial y embajador suelto para los iraquíes libres” de la Casa Blanca.
No será la guerra misma la que revele las intenciones de estos ultras. Más allá de los motivos subyacentes, la guerra se peleará del mismo modo: una fuerza abrumadora que apuntará a una rápida decapitación del régimen iraquí. Pero la ocupación de posguerra revelará bastante. Entonces sabremos si los halcones soñadores del proyecto han tomado realmente la política exterior de Estados Unidos. Cómo rehacen a Irak libre nos dirá si planean rehacer el mundo.
En otras palabras, éste es un debate en el que no nos podemos dar el lujo de quedar afuera. Como escribió la comentadora estadounidense Sandra Mackay este mes: “Los halcones de Washington saben que los riesgos reales no están en la guerra, sino en la paz que le sigue”. Es después de la victoria en que se sentirá el impacto más permanente, ya sea en la forma de una odiada ocupación conducida por Estados Unidos, desatando una nueva ronda de terrorismo global, o de la súbita liberación de las letales tensiones internas que Saddam mantuvo contenidas durante 35 años. Los kurdos podrían luchar contra los turcos por su propio estado en el norte; los chiítas pueden unirse con Irán por el control del sur; todos se podrían volver contra el odiado grupo sadamita del Baath en un frenesí de venganza.
Irak no será como el Japón o la Alemania de la década de 1940, las ocupaciones recordadas con cariño por los comentaristas de Estados Unidos. Aquellas eran naciones coherentes; Irak es una fusión artificial de tribus antagónicas. La victoria puede ser rápida y fácil, pero es allí cuando los verdaderos problemas pueden comenzar.

* De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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