EL MUNDO › SEIS MESES SIN MUBARAK Y CON UN GOBIERNO MILITAR QUE NO AVANZA CON LA TRANSICIóN
La cúpula de facto da muestras de ser violenta con la revolución. Activistas políticos y de derechos humanos son juzgados en “juicios express” y las manifestaciones reprimidas.
› Por Carolina Bracco
Desde El Cairo
A poco más de seis meses de derrocado el régimen autocrático que mantuvo a Hosni Mubarak casi treinta años en el poder, la revolución egipcia continúa siendo un crisol de intrigas, frustraciones e intereses contrapuestos. El Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (SCAF, por sus siglas en inglés), en el gobierno desde el 11 de febrero, se encuentra actualmente quizás ante el desafío más controversial al que puede enfrentarse un gobierno de facto: saber cuándo entregar el poder. A quién, es algo que está por verse.
Hace tan sólo unos días se hizo oficial lo que era un secreto a voces: el gobierno militar aplazó las elecciones legislativas de septiembre a “octubre o noviembre”. El atraso fue justificado por las quejas de los partidos políticos de que no les daba tiempo para organizarse y elegir sus candidatos. Las elecciones presidenciales, fijadas para noviembre, quedan ahora en suspenso. Luego de medio año en el poder, el SCAF (que se proclama como pro revolucionario) no sólo ha fracasado, en caso de haberlo intentado, en concretar las demandas de la revolución; sino que ha demostrado ser tan o más intimidador, violento y descarado que su predecesor.
El pueblo egipcio, que le ha tenido mucha paciencia, se autoconvocó el pasado viernes en la plaza Tahrir, continuando con la ola de protestas que comenzaran hace más de una semana, luego de que las fuerzas de seguridad reprimieran violentamente a un grupo de familiares de los mártires de la revolución que reclamaban justicia frente al Ministerio del Interior.
Las protestas se extendieron a lo largo del país, con alto impacto en las ciudades más combativas de Alejandría y Suez, donde la última semana un caso de tortura en una comisaría y la liberación de siete oficiales acusados de asesinato volvieron a encender el odio contra la policía.
La fuerza sigue gozando de un alto nivel de impopularidad y está virtualmente ausente. Por un lado, “deja hacer” a los grupos violentos que amenazan a la población que cada vez se siente más indefensa e insegura y está comenzando a hacer justicia por sus propias manos, acrecentando la sensación de caos, alimentada por el gobierno y la crisis económica. Por el otro, sigue operando como fuerza represiva de manifestaciones con sus conocidos vicios y excesos.
En uno de sus ya clásicos “golpes de efecto”, el SCAF anunció que echaría a unos 500 policías implicados con las muertes de más de 840 personas durante los 18 días de revueltas comenzadas el 25 de enero. Sin embargo, la fuerza se negó a dar datos de quiénes eran los oficiales y cuáles eran los cargos que se les imputaban. Luego se supo que la gran mayoría de ellos estaban ya en edad de retirarse o eran agentes a los cuales la fuerza hacía tiempo que quería “sacarse de encima”.
En lo que respecta a los ministros de Mubarak, cuyo encarcelamiento fue anunciado por el SCAF como demostración de buena voluntad para con la revolución, la situación es ambigua. El caso contra el ex ministro del interior, Habib al-Adly, y el personal civil y policial a su cargo, acusados de asesinar manifestantes, continúa siendo pospuesto. Un tanto ocurre con el juicio al ex presidente y sus hijos, que ahora tiene fecha para el 3 de agosto.
Mientras tanto, activistas políticos y de derechos humanos están siendo juzgados en “juicios express” en cortes militares. En los últimos cinco meses, se sentenció –en algunos casos con varios años– a prisión a cinco mil civiles. Los juicios duran minutos, se hacen en grupos y no contemplan apelación.
Por todo ello, el viernes fue el día de la “advertencia final” a un gobierno que al principio fue bien recibido, a pesar de sus conocidas relaciones de amistad con Mubarak y el establishment egipcio, y que si quiere preservar algo del respeto que todavía le profesan los manifestantes que hoy le piden pacíficamente que dé un paso al costado, debe reconocer o que ha fracasado como gobierno revolucionario o que ha engañado al pueblo egipcio.
De momento, viene optando por continuar las prácticas opresivas –y represivas– del gobierno anterior. Al fin y al cabo, es él (el ejército) quien gobierna el país desde 1952. De ahí que la mayoría de los manifestantes digan que no ha habido ningún cambio desde que renunció Mubarak y que de hecho la situación es aún peor. Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, y que los tres presidentes que se sucedieron luego de la revolución o golpe de Estado de 1952 –Gamal Abd al Nasser, Anwar al-Sadat y Hosni Mubarak– estaban ligados directa o indirectamente con la fuerza, quizás el desafío más grande al que se enfrenta hoy el pueblo egipcio no sea derrocar al gobierno militar, sino la conformación de un gobierno civil e independiente de la fuerza. Y aquí reaparece la debilidad cada vez más evidente de esta revolución, otrora festejada como uno de sus logros: la falta de un liderazgo.
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