EL MUNDO › HAMIT BOZARSLAM, DE LA ESCUELA DE ESTUDIOS SUPERIORES EN CIENCIAS SOCIALES DE PARíS
Las revueltas árabes, lejos de reclamarse de una ideología mesiánica o religiosa, exigen democracia, participación ciudadana, un cambio global de los gobiernos y el fin de la corrupción, señala el experto turco en Medio Oriente.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Una parte del mundo está en plena revolución. No se trata de la revolución numérica, que ya creó su propia oligarquía digital contra la cual habrá que levantarse algún día, sino de una revolución, real, ciudadana y democrática que se propagó por varios países del mundo árabe musulmán. Túnez, Egipto, Yemen, Libia, Siria, Jordania, Marruecos o Bahrein atravesaron o atraviesan sólidos procesos de revolución política y social. Lejos de reclamarse de una ideología mesiánica o religiosa, estas revueltas exigen democracia, participación ciudadana, un cambio global de los gobiernos y el fin de la corrupción. El investigador francés de origen turco Hamit Bozarslam observa que la matriz de estas revoluciones en curso es occidental. Investigador en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París y gran especialista del mundo islámico, Bozarslam ha escrito varios ensayos brillantes, entre ellos Una historia de la violencia en Oriente Medio. Del fin del Imperio Otomano a Al Qaeda (editado por Península). Su último libro publicado en francés hace unas semanas, coescrito con Gilles Bataillon y Christophe Jaffrelot, aborda el tema de la revolución a través de una perspectiva histórica, es decir, desde su origen europeo y su transmisión al resto del mundo. En esta entrevista con Página/12, Hamit Bozarslam destaca al respecto la crueldad revolucionaria que conocen hoy Túnez y Egipto. Ambos países, precursores de la revuelta árabe, están viendo su revolución escamoteada por las fuerzas conservadoras que intentan “restaurar” el pasado.
–Como pocas veces en la historia de la humanidad asistimos a una floración del concepto de revolución en el seno del llamado mundo árabe. La semilla histórica del conjunto de estos procesos revolucionarios tiene características que remiten a modelos occidentales.
–En efecto. Ocurre que hubo una difusión de los modelos y de las ideas revolucionarias a partir de Europa. Se produjeron dos hechos simultáneos en el curso de la historia. Se dio al mismo tiempo un proceso de occidentalización del mundo y de cuestionamiento de Occidente. Este movimiento de occidentalización lo podemos percibir con claridad en el mundo musulmán, en China, en Rusia. En un primer momento, durante el principio del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, se produjo una imitación de Occidente. Luego, en un segundo período, esa occidentalización del mundo acarreó una reacción contra Occidente. Se pasó de la imitación a la crítica del modelo que Occidente impuso.
–Ese fue el esquema que se dio en América latina.
–Absolutamente, y tanto más cuanto que América latina es Occidente. Desde un punto de vista histórico, América latina es producto de la colonización occidental, que ha sido una de las colonizaciones más brutales. Incluso el idioma es un resultado de esa colonización impuesta por las elites.
–¿Cómo es el modelo revolucionario latinoamericano?
–La principal característica es la contestación contra los sistemas oligárquicos y brutales que estaban en el poder en el siglo XIX y XX. Después de las independencias, América latina no vivió experiencias monárquicas o imperiales. Se instauraron repúblicas en todas partes, pero eran repúblicas oligárquicas, latifundistas y para nada independientes. La experiencia latinoamericana es interesante porque la llamada ciudad burguesa que promueve la democracia y los derechos humanos violó esas premisas. En lo que atañe a Estados Unidos, esos valores son promovidos al interior pero violados al exterior. América latina se vuelve así el lugar donde las contradicciones del modelo burgués occidental se tornan más evidentes.
–Usted señala en el libro que en el mundo árabe, en América latina y en otras regiones del mundo hemos visto una suerte de cartelización del poder.
–En el mundo árabe esto ha sido evidente. Había un sistema autoritario que transformó al poder en un cartel cuya ideología era la seguridad. Esto nos lleva a la historia de América latina. Las oligarquías latinoamericanas actuaban como un cartel y su ideología era la seguridad. Podemos destacar sin embargo que, hoy, contrariamente al mundo árabe, América latina no conoce cansancio social. Al contrario. Tenemos la impresión de que hay voluntad para salir de la opción guerrilla-revolución militar
–¿Qué destino pronostica usted a las revoluciones árabes?
–Si tomamos como base lo que pasó en Túnez o en Egipto –las situaciones en Siria y en Libia son diferentes– vemos dos procesos simultáneos. El primero es el proceso revolucionario en sí, común a ambos países. El segundo proceso, también común, es el de la restauración. El cartel que estaba en el poder en Túnez y Egipto no pudo mantenerse. El ejército se vio obligado a disociarse del príncipe, o sea del presidente, que era la piedra central. Ese príncipe se quedó sin la posibilidad de ofrecer un horizonte: se quedó en una situación frágil, perdió la legitimidad y, al mismo tiempo, fragilizó al resto del ejército. Por eso el ejército contribuyó a que el príncipe-presidente se fuera. Esto desembocó en un cuadro paradójico: el ejército no participó en la revolución, pero se apoderó de la revolución para reproducir el sistema que imperaba antes. Se trata de un proceso inédito. El ejército no fue revolucionario, pero como no participó en la represión, hoy puede decir de sí mismo: “Yo represento la revolución”. También hay que tomar en cuenta otro factor: la revuelta comenzó en la calle, la hicieron los más pobres, el sector informal. Luego las clases medias se sumaron al movimiento. Ahora, una parte de esa clase media aspira a que los cambios se aceleren. Se trata de las clases medias intelectuales, burocráticas, ligadas a las nuevas tecnologías. Pero también existe otro sector de la clase media muy implicado en la actividad económica que no puede aceptar que la inestabilidad se prolongue. Es justamente ese sector el que hoy está exigiendo estabilidad, o sea, la restauración. Estamos en un momento doble: los dos procesos existen simultáneamente: el de la revolución y el de la restauración. No está excluido que la restauración gane porque cuenta con el apoyo de la burguesía implicada en la actividad económica.
–Libia, Siria y Yemen presentan un cuadro sin comparación.
–El contexto es muy distinto. En Egipto y en Túnez hay sociedades más abiertas, en parte gracias al turismo. En Túnez y Egipto las capitales desempeñan un papel central: Túnez y El Cairo son centrales, y ello desde el siglo XIX. El corazón de esos dos países late en la capital. También, en Túnez y Egipto el peso de las tribus es muy marginal. El poder no es tribal ni tampoco confesional como lo es en Siria. Por eso lo que pasó en Túnez o en Egipto no puede ocurrir en Yemen, Libia o Siria. Por ejemplo, Libia es un país muy joven, donde el peso de las tribus es considerable. En Libia hay un Estado predador que explota a las demás regiones para alimentarse a sí mismo. Por ello la disidencia en el seno del poder es difícil. En Siria ocurre lo mismo, incluso si Damasco es una capital muy importante. Pero al lado de esto hay una multitud de localidades con una fuerte personalidad. La revuelta siria estalló en las provincias sin desembocar aún en un movimiento nacional. En Siria el Estado se reduce al aparato de Estado, es una milicia, un ente predador. En Yemen tenemos tres guerras: el Sur contra el Norte, otra guerra confesional entre los chiítas y los sunitas y las guerras tribales. Frente a esto, el poder yemenita se encerró en una lógica suicida.
–¿Estas revoluciones en curso nos demuestran que el péndulo revolucionario tiene un movimiento eterno?
–François Furet observó que la pasión igualitaria que propulsa al hombre moderno no se acabó. En 1994 y 1995, Furet decía que no se podía afirmar con certeza que la era de las revoluciones había concluido. Esa fue la tesis de Fukuyama y su famoso “Fin de la Historia”. Pero la ciudad burguesa engendra esa pasión por la igualdad y esa pasión acarrea pasiones revoluciones.
–La revolución, sea conservadora, de izquierda o religiosa, es constitutiva del ser humano.
–La revolución como horizonte, sí. Michel Foucault empleaba el término de “batalla bíblica”. Ello quiere decir: enterramos el tiempo actual, el tiempo de la corrupción y de la opresión. Nos salvamos a través de una liberación escatológica. Desde este punto de vista y desde hace varios siglos, la revolución siempre constituyó un horizonte de esperanzas. También hay revoluciones atroces, no hay que olvidarlo. Franco, Mao, etcétera. No hay que quedarse en el fetichismo de la revolución. Pero como categoría abstracta, la revolución movilizó las pasiones porque representó un horizonte de esperanzas.
–Las revoluciones árabes de-senmascararon a Occidente: su mentira, su doble discurso, sus compromisos secretos.
–Desde hace 30 o 40 años, Occidente pasó su tiempo rehabilitando a los sistemas más atroces de la Tierra. Siria y Egipto son dos buenos ejemplos. Pero no son los únicos. Hace algunos años Occidente rehabilitó el sistema Kadafi en Libia o el sistema Bachar al Assad en Siria. Es vergonzoso. Las democracias burguesas derogaron sus premisas para apoyar a las dictaduras. Así ocurrió con América latina, con Francia y Argentina, con Chile... En este sentido, el burgués traicionó sus propios predicados. El apoyo que se le aporta a una dictadura muestra cómo el burgués puede traicionar sus propias promesas. El burgués occidental, tan preocupado por el orden, la igualdad y la dignidad del sujeto dentro de sus fronteras, se torna un bárbaro fuera de sus fronteras cuando piensa que el mundo exterior está hecho de barbarie.
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