EL MUNDO › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Con curiosidad y sin copiar, los estudiantes chilenos miran hacia la educación pública argentina. Con solidaridad –y esta vez sin arrogancia– los argentinos se conduelen del adolescente muerto en la represión de los carabineros y miran hacia Chile con preocupación fraterna.
En medio de este clima, el periodista argentino radicado en Miami Andrés Oppenheimer escribió ayer en La Nación un artículo sobre Chile que registra lo que llama “tropiezo” de un modelo que fue exitoso para reducir la pobreza. También señala que “la mayor asignatura pendiente de Chile es reducir la brecha entre ricos y pobres”, porque “el 54 por ciento del ingreso está en manos del 20 por ciento más rico de la población” y eso “convierte a Chile en el quinto país entre los de mayor desigualdad en América latina”.
“Mi opinión: el pueblo chileno está apoyando –con razón– las demandas específicas de los estudiantes para una educación superior más asequible, pero no respalda ‘el cambio del modelo económico’ que, gracias a la izquierda responsable que ha gobernado a este país en años recientes, ha permitido que la gente viva mejor que antes”, dice Oppenheimer.
Mi opinión: la historia chilena está más cerca de la sangre que del consenso y el conflicto de hoy supera la búsqueda de una educación superior más asequible, es decir, de algo que según el diccionario “puede conseguirse y alcanzarse”.
Igual que Perú, que recién ahora tiene una oportunidad con Ollanta Humala, Chile no tuvo un movimiento democrático profundo en el siglo XX. Ni yrigoyenismo, ni peronismo, ni revolución boliviana de 1952, ni triunfo de un sindicalista aymara como Evo Morales, ni Lula y su Partido de los Trabajadores llegando al gobierno en un ciclo que durará, como mínimo, doce años. Tampoco tuvo, como Uruguay, un José Batlle a principios del siglo XX y el Frente Amplio a comienzos del XXI. El gran intento chileno fue el que encabezó Salvador Allende desde 1970. Pero se planteaba a la vez la democracia y el socialismo en un momento de la Guerra Fría en que Henry Kissinger decidió que para evitar lo segundo había que destruir también lo primero. En las legislativas del 11 de marzo de 1973, los analfabetos votaron por primera vez. La Unidad Popular obtuvo el 44,6 por ciento, más que el 36,6 con que había llegado a la presidencia. Seis meses después fue el golpe del 11 de septiembre de 1973. O sea, adiós a toda forma de ciudadanía (para los sobrevivientes del golpe, claro) por los siguientes 17 años.
Con cierto pragmatismo y cero consenso institucional, porque se trataba de una dictadura, la reforma agraria de Eduardo Frei y de Allende fue aprovechada por el régimen de Augusto Pinochet para generar exportaciones nuevas. Y el cobre no fue totalmente reprivatizado, porque las Fuerzas Armadas quisieron reservarse, para sí y para el Estado que gobernaban, un margen de autonomía gracias a la entrada de divisas.
En 1990 la democracia llegó en medio de condiciones duras. Una, la propia tiranía. Nunca un régimen despótico de 17 años sobrevuela una sociedad sin transformarla. Los neoconservadores de Pinochet antecedieron incluso a Margaret Thatcher, que accedió al gobierno en 1979, y a Ronald Reagan, que asumió en 1981. La desigualdad, que hasta ese momento se había ido forjando por darwinismo social, fue con Pinochet un plan sistemático, con cuadros, ideología y un fanatismo digno de los que habían quemado brujas en Massachusetts y proclamaban la desigualdad como un punto de partida asequible para la sociedad chilena.
Los gobiernos de la Concertación debieron ir construyendo democracia no en medio del consenso con la derecha pura, sino de la trampa que dejó la Constitución de Pinochet, con senadores designados y mayorías calificadas imposibles de alcanzar para dirimir cuestiones claves. Así y todo consiguieron esclarecer la verdad sobre el pasado, juzgar a los principales asesinos excepto al capitán general y, como dice Oppenheimer, ser exitosos en la disminución de la pobreza. Pero en parte no pudieron y en parte quizá no tuvieron la voluntad suficiente para que la transición no fuese, como era, perpetua. Para que hubiera, en algún momento, un punto de ruptura como el que tuvieron casi todas las sociedades de Sudamérica. Un sacudón pacífico, pero sacudón al fin.
Los dirigentes estudiantiles primero y la Central Unitaria de Trabajadores después pusieron el dedo en la llaga. No pelean solo por el acceso a la universidad, sino por la gratuidad de la educación como principio básico (la Constitución chilena no la contempla) y por la prohibición del lucro (no de la enseñanza privada) en los niveles primario y secundario. Las crisis sociales sin salida política son riesgosas. Es cierto que Sebastián Piñera llegó al Palacio de La Moneda en 2010 por más del 50 por ciento de los votos. Fernando de la Rúa (1999-2001) también.
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