EL MUNDO › OPINION
› Por Oscar Guisoni
La reforma constitucional aprobada por el Partido Socialista y el Partido Popular en el Parlamento español es el correlato final de una carrera hacia el precipicio de la clase política de la península en particular, y de sus colegas europeos en general. Por primera vez en la historia un concepto absolutamente ideológico, como es el del límite del déficit público, se introduce en una Carta Magna del continente, en medio de la más severa crisis de deuda soberana que se haya visto en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La situación adquiere más gravedad si se tiene en cuenta, ya en clave local, que la Constitución aprobada en 1978, luego de la muerte del dictador Francisco Franco, está considerada una pieza de delicada ingeniería fraguada con el consenso de todas las fuerzas políticas importantes durante la llamada Transición. Su principal activo, tal y como lo han percibido durante sus más de tres décadas de vida los propios ciudadanos españoles, es el de haber logrado sentar las bases de una convivencia pacífica luego de una brutal guerra civil (1936-39) y la posterior dictadura genocida que la siguió (1939-75).
Los tropiezos y las dificultades que enfrentaron los constituyentes en aquel arduo 1977, abocados a la tarea en medio de un clima de extrema violencia política, dejaron en claro a los dirigentes políticos de las generaciones siguientes que el artefacto construido era mejor dejarlo sin tocar si no se quería arriesgar a abrir la caja de Pandora. Durante los 33 años siguientes los llamados “padres de la Constitución”, un grupo de prestigiosos catedráticos, abogados y políticos de las más diversas tendencias, defendieron a capa y espada, cada vez que hizo falta, la inmutabilidad de la magna norma. Y lo hicieron con tanto éxito que sólo una vez, en 1992, se realizó una brevísima reforma: se le agregaron apenas dos palabras para permitir el voto y la elegibilidad de los inmigrantes en las elecciones municipales. La vía elegida en esa ocasión fue la misma que ahora: un trámite de urgencia parlamentario con el consenso del PSOE y el PP.
Pero los tiempos cambiaron y la España de 2011 apenas si se parece a la de 1978. Mientras una iba rumbo a construir su incipiente Estado de bienestar, pugnaba por entrar en la próspera Unión Europea y soñaba con transformarse en una potencia a la par de sus vecinos; la otra, la actual, ya no cree que sus hijos vayan a vivir mejor que sus padres, está sumida en el desempleo y el desaliento y gobernada por una clase política que, más allá de sus mínimas diferencias, comparte una forma de entender la economía impregnada por el pensamiento de los tiburones de la Escuela de Chicago. Una clase política que es la que ahora, a las corridas y en un momento de máxima debilidad de su rol como representante de las mayorías, acordó modificar el artículo 135 de la Constitución para establecer que “todas las Administraciones Públicas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria”, es decir, no generarán déficit público.
La medida, según los argumentos que han dado tanto socialistas como conservadores (no sin que antes crujiera el debate interno sobre todo en el PSOE) está destinada, según dicen, a calmar a los cada vez más avariciosos mercados. Cuestionadas en las calles por el 15-M, por los sindicatos y por gran parte de la sociedad civil que pide un referéndum para aprobarla, la reforma es un modo bestial de atarle las manos al próximo gobierno, sea del signo que fuere, y nada asegura que cumpla con el supuesto objetivo de sosegar a los especuladores. Con una deuda pública inferior al 70 por ciento de su PBI, la medida además de ridícula se vuelve un arma de doble filo, ya que implica que nadie podrá recurrir a la inversión pública generando déficit para sacar al país de la recesión en que se encuentra, aunque en teoría bien podría disponer todavía de margen para hacerlo. Por si fuera poco, lo más probable es que ni siquiera se pueda llegar nunca a cumplir sin poner en serio riesgo la continuidad misma del Estado.
Fruto de los tiempos que corren en Europa, donde el neoliberalismo acaba de atravesar la última frontera que le quedaba en su afán de instalarse como ideología cuasi divina de la clase política, la reforma constitucional española está destinada a hacer escuela: ya sea porque su ejemplo podrá ser seguido por otros países agobiados por la deuda, como Italia, Portugal, Grecia o Irlanda o porque se transformará en emblema de lo que hay que combatir si se quiere acabar con la crisis. A partir de ahora, tanto el 15-M como el resto de la sociedad que ha decidido enfrentar en las calles la peor debacle económica de los últimos tiempos tendrán muy en claro por dónde pasa el eje central de la lucha política a la que se están asomando.
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