EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Dilma Rousseff lo intentó, pero ni modo: el intrincado y muy singular juego político brasileño se impuso. En otras palabras: para mantener la coalición de base de su gobierno, la presidenta no tuvo otra salida que dejar en manos del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), su principal aliado, la elección del nombre que reemplaza al defenestrado ministro de Turismo, Pedro Novais. Para dar una idea de cómo es la cosa, basta recordar que, por acuerdos internos, la cartera de Turismo –especialmente vitaminada en este gobierno, gracias a las Olimpíadas de 2016 y al Mundial de Fútbol de 2014– le toca a la bancada del PMDB en la Cámara de Diputados. Son 80 nombres y Dilma tuvo que decidirse por uno de ellos. La alternativa sería hacer una elección personal, de su libre arbitrio, decidiéndose por un nombre técnico y poniendo en riesgo la coalición o, en el mejor de los casos, abriendo espacio para rebeliones y chantajes parlamentarios. La opción más sensata –y desagradable– ha sido quedar atada a reglas que no inventó, heredó.
Al final, y luego de descartar nombres de una lista que, entre otras hazañas, incluya a un diputado que responde a juicio por homicidio, Dilma Rousseff se decidió por el oscuro Gastao Vieira, que tiene la ventaja de no presentar ningún antecedente negativo y la desventaja de no tener la más mínima experiencia en el sector. Al no estar bajo ninguna sospecha, Gastao Vieira amaneció diputado y anocheció ministro.
A ejemplo del decapitado Pedro Novais, viene del miserable estado de Maranhao. Y, como Novais, está íntimamente vinculado con el ex presidente brasileño y actual presidente del Senado, José Sarney. Parecería más de lo mismo, pero hay una pequeña diferencia: al contrario de Novais, el nuevo ministro no llega cercado por una nube de indicios de maltrato al dinero público. El patriarca Sarney, al frente de su poderosa familia, aparece otra vez como una llaga de la cual es imposible curarse, al menos por ahora.
Así, el reparto de cargos, puestos y presupuestos sigue atado a un ritual de acero: la cartera de Turismo pertenece al PMDB (el mismo partido del vice de Dilma, Michel Temer) y, dentro del PMDB, al feudo del patriarca Sarney. Su familia domina uno de los estados más pobres y atrasados de Brasil y está involucrada en un sinfín de escándalos que se arrastran en la Justicia sin que jamás se llegue a lugar alguno, aunque todos sepan de sus andanzas. ¿Por qué Dilma, de cuya integridad y entereza nadie duda, se somete a esa clase de juego? Porque así se juega en la política de mi país.
Gastao Vieira asume un ministerio que está en el ojo de un huracán de denuncias: el más reciente operativo de la Policía Federal detuvo a 36 personas involucradas en desvío de dinero público y las investigaciones apenas empezaron. Dice confiar en la capacidad técnica de los cuadros ministeriales para llevar adelante su misión. Ojalá así sea: si dependiésemos de él, estaríamos fritos.
De los cinco decapitados del gobierno Dilma, Pedro Novais ha sido el segundo del PMDB en caer bajo la estela de denuncias de mal uso de recursos públicos: el anterior fue Wagner Rossi, de Agricultura, indicación del vicepresidente Michel Temer. Las divisiones internas del partido aumentan su alboroto, con hambre por más espacio. Sarney sigue todopoderoso, a punto de, siendo senador, decidir cuál diputado se abrigaría en el hueco dejado por otro de sus ahijados. Cabe preguntar: ¿si él decide por la cuota de la Cámara, quien decidirá por la cuota del Senado?
En el reparto de cargos, puestos y presupuestos, Dilma Rousseff tiene su laberinto. Hay que confiar en dos cosas. La primera, que su capacidad de orientación le impida perderse a mitad del camino. La segunda, que mantenga rigurosa su determinación de no bajar armas en el combate a la corrupción.
Quien la conoce sabe de la irritación que provocan esas menudencias en el humor de la presidenta, cuya obsesión está mucho más en resolver los grandes problemas nacionales que las miserables ambiciones de sus aliados. Quien la conoce sigue poniendo todas sus esperanzas en que ella no conceda más allá de lo éticamente soportable, que no se pierda en el laberinto diseñado por gente que la rodea.
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