EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Diez meses después de que comenzara el proceso que terminó con el régimen dictatorial del presidente egipcio Hosni Mubarak, los egipcios siguen en la plaza Tahrir. Desde el pasado 25 de enero hasta ahora, Egipto derribó dos sistemas políticos: el antediluviano gobierno de Mubarak y el simulacro de Ejecutivo que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas montó a las apuradas sobre las cenizas del antiguo régimen. Con el emblema de la ocupación de la plaza Tahrir, Egipto protagonizó una hazaña colectiva tan única como conmovedora. Pero uno de los actores políticos más decisivos de la revolución egipcia se ha puesto sin embargo a jugar en contra para conservar intactas todas las posibilidades de ganar las elecciones legislativas que se celebran a partir de este lunes 28 de noviembre. Los Hermanos Musulmanes pasaron de la plaza Tahrir a un pacto tácito con las fuerzas armadas y en contra de una sociedad que pone en tela de juicio el proceso electoral que está por empezar.
Seguros de ganarlo, los Hermanos Musulmanes no quieren ni que se aplace ni que se anule. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas aceptaron muchas de las demandas de la calle, menos dos centrales: que el Ejército entregue el poder a un gobierno civil de unidad nacional y que el mariscal Mohamed Tantaui se vaya. Las fuerzas armadas encontraron en los Hermanos Musulmanes un aliado de peso. Para defender el episodio electoral en el que es favorita la hermandad sacó su gente de la plaza Tahrir y pactó con el ejército la continuidad del borroso proceso constituyente. El caos en la calle es lo que menos les conviene: el desorden y la violencia son sinónimos de prolongación de la dictadura militar que se robó la revolución inmediatamente después de que cayó Mubarak, el pasado 11 de febrero. El ejército se había mantenido en una posición de neutralidad durante la revuelta popular para luego restaurar el sistema anterior por la puerta de atrás. Los Hermanos Musulmanes juegan así un poker en varias mesas: no pueden estar contra las manifestaciones de la plaza Tahrir, pero tampoco participar plenamente en ellas. Su peor enemigo sigue siendo el ejército y el aparato de Mubarak que quedó en pie, pero, al mismo tiempo, han pactado con ellos para mantener abierta la puerta de las urnas que, para ellos, son la puerta del poder. Los irreconciliables enemigos de antaño se han convertido en aliados circunstanciales.
Desde la precipitosa caída de Hosni Mubarak, Egipto está gobernado por una junta militar al mando del mariscal Mohamed Hussein Tantaui. En estos nueves meses en el poder, la junta intentó todo tipo de maniobras para mantenerse en la cima. Recién en septiembre pasado reveló un confuso diagrama electoral donde no figuraba la fecha de las elecciones presidenciales. La reencarnación de la revuelta popular los obligó a precisar un calendario, fijar una fecha, julio, para las elecciones presidenciales y renunciar a algunas prerrogativas heredadas de la era Mubarak. En el camino, sin embargo, los peores episodios del régimen anterior se repitieron: organizaron más de 12.000 juicios contra civiles en tribunales militares e intentaron meter con camisa de fuerza un flujo de principios supraconstitucionales que debían ser integrados sí o sí por la comisión que redactará la nueva Constitución una vez que se elija al Parlamento. Los Hermanos Musulmanes se opusieron a todo ello y hasta boicotearon las reuniones entre la junta y los partidos políticos porque consideraron que ese esquema iba “en contra del pueblo”. Los Hermanos Musulmanes volvieron a la plaza Tahrir y estuvieron del lado del pueblo. Sin embargo, una vez que las elecciones empezaron a tambalear se convirtieron en el respaldo más sólido de la dictadura. El Partido de la Libertad y la Justicia, el brazo político de la cofradía religiosa, es el gran favorito para ganar las elecciones parlamentarias. Una sólida victoria les asegura una gran influencia en la redacción de la nueva Carta Magna. Pero si no hay proceso electoral, tampoco habrá futura Constitución. Por ello prefirieron pactar con la junta, preservar intacto el proceso electoral y avanzar algunos meses bajo la tutela de las botas. Es el precio que decidieron pagar para diseñar, mañana, un país según el modelo de sus tendencias.
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