EL MUNDO › OPINION
› Por Boaventura de Sousa Santos *
Cuando están en el poder, las izquierdas no tienen tiempo para reflexionar sobre las transformaciones que se producen en las sociedades y cuando lo hacen es siempre como reacción a un suceso que perturba el ejercicio del poder. La respuesta es siempre defensiva. Cuando no están en el poder, las izquierdas se dividen internamente para definir quién será el líder en las próximas elecciones, y las reflexiones y las evaluaciones quedan ligadas a ese objetivo. Esta falta de disposición para la reflexión siempre fue perniciosa, ahora es suicida. Por dos razones. La derecha tiene a su disposición a todos los intelectuales orgánicos del capital financiero, las asociaciones empresarias, los organismos multilaterales, los think tanks, los lobbistas, quienes diariamente le proporcionan datos e interpretaciones, que no siempre son faltos de rigor y que siempre interpretan la realidad para llevar agua a su molino. En cambio, la izquierda está desprovista de instrumentos de reflexión abiertos a los no militantes y, hacia dentro, la reflexión sigue la línea estéril de las facciones. En el mundo actual circula una inmensidad de informaciones y análisis que podría tener una importancia decisiva para repensar y refundar las izquierdas, después del doble colapso de la socialdemocracia y del socialismo real. El desequilibrio entre las izquierdas y la derecha, en lo que respecta al conocimiento estratégico del mundo, es hoy mayor que nunca.
La segunda razón es que las nuevas movilizaciones y militancias políticas por causas que históricamente pertenecieron a las izquierdas se están realizando sin ninguna referencia a ellas (salvo, tal vez, a la tradición anarquista) y, muchas veces, en oposición a ellas. Esto no puede dejar de suscitar una profunda reflexión. ¿Se está haciendo esta reflexión? Tengo razones para creer que no y la prueba está en las tentativas de cooptar, aleccionar, minimizar e ignorar a la nueva militancia. Propongo algunas líneas de reflexión. La primera se refiere a la polarización social que está emergiendo de las enormes desigualdades sociales. Vivimos un tiempo que tiene algunas semejanzas con el de las revoluciones democráticas que avasallaron Europa en 1848. La polarización social era enorme, porque el proletariado (en ese entonces una clase joven) dependía del trabajo para sobrevivir, pero (a diferencia de la época de sus padres y abuelos) el trabajo no dependía del obrero, sino de quien lo daba o quitaba a su antojo: el patrón; si tenía empleo, los salarios eran tan bajos y la jornada tan larga que la salud peligraba y la familia vivía siempre al borde del hambre; si era despedido, no tenía ningún sustento, excepto alguna economía solidaria o el recurso del delito. No sorprende que, en aquellas revoluciones, las dos banderas de lucha hayan sido el derecho al trabajo y el derecho a una jornada de trabajo más corta. Un siglo y medio después, la situación no es exactamente la misma, pero esas banderas siguen siendo actuales. Y tal vez lo sean más hoy que hace treinta años. Las revoluciones fueron sangrientas y fracasaron, pero los propios gobiernos conservadores que siguieron tuvieron que hacer concesiones para que la cuestión social no llevase a una catástrofe. ¿A qué distancia estamos nosotros de una catástrofe? Por ahora, la movilización contra la escandalosa desigualdad social (similar a la de 1848) es pacífica y tiene una fuerte inclinación a la denuncia moralista. No atemoriza al sistema financiero-democrático. ¿Quién puede garantizar que esto seguirá así? La derecha está preparada para dar una respuesta represiva a cualquier alteración que se torne amenazadora. ¿Cuáles son los planes de las izquierdas? ¿Van a volver a dividirse como en el pasado, unas tomando la posición de la represión y otras, la de la lucha contra la represión?
La segunda línea de reflexión tiene también mucho que ver con las revoluciones de 1848 y consiste en cómo volver a conectar la democracia con las aspiraciones y las decisiones de los ciudadanos. Entre las consignas de 1848 se destacaban el liberalismo y la democracia. El liberalismo significaba el gobierno republicano, la separación entre Estado y religión, la libertad de prensa, el sufragio “universal” para los hombres. En esta área se ha avanzado mucho en los últimos 150 años. Sin embargo, esas conquistas vienen siendo cuestionadas desde hace 30 años y, en los últimos tiempos, la democracia se parece más a una casa cerrada, ocupada por un grupo de extraterrestres que decide democráticamente por sus intereses y dictatorialmente por los intereses de las grandes mayorías. Un régimen mixto, una “democradura”. El movimiento de los indignados y los okupas rechaza la expropiación de la democracia y opta por tomar decisiones por consenso en sus asambleas. ¿Están locos o son un signo de las exigencias que se vienen? Las izquierdas, ¿ya habrán pensado que, si no se sienten cómodas con formas de democracia de alta intensidad (en el interior de los partidos y en la república), ésa será la señal de que deben retirarse o refundarse?
* Doctor en Sociología del Derecho. Este texto corresponde a la “Tercera carta a las izquierdas”.
Traducción: Javier Lorca.
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