EL MUNDO
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Tiempos
› Por J. M. Pasquini Durán
Después de dos semanas cumplidas, la invasión “quirúrgica” de Estados Unidos en Irak confirmó las peores previsiones, convirtiéndose en una brutal carnicería. Por temor a las bombas humanas, dispuestas a morir matando infieles por la creencia de servir a los designios de Alá, las fatigadas tropas occidentales atacan a todo lo que se mueve. Quién sabe si dentro de tres semanas, cuando los argentinos acudan a las urnas para elegir fórmula presidencial, las tropas de la llamada “coalición” habrán vencido todas las resistencias, aunque lo más probable es que la inestabilidad beligerante se prolongue más allá de las capitulaciones formales. Sobre todo porque la mayor parte de la población iraquí, al contrario de lo que esperaban los invasores, rechazan a sus codiciosos “libertadores”, tan ajenos a su idiosincrasia, ya que son los mismos que entronizaron a Saddam Hussein y ahora lo descartan como un condón usado.
Los más lúcidos pacifistas han advertido que la cruzada del régimen norteamericano tiene diversos propósitos simultáneos, cuyos efectos amenazan la libertad de todos, incluso a los propios norteamericanos. La censura y sanciones a la prensa que no funciona de altavoz a las versiones oficiales del Pentágono han sido tan crudas y despóticas que igualan a las que aplica el despotismo de Hussein. La represión llega a extremos tales que los jugadores de la NBA tienen prohibido referirse a la conducta de Estados Unidos, salvo que sea para elogiarla, y están cancelando los contratos de los artistas que se animaron a discrepar.
Manipulados por una maciza propaganda patriotera, sojuzgados por temor al ciego terrorismo (aunque ningún vocero oficial ya ni siquiera recuerda a Bin Laden y Al-Qaida) y extraviados en fantasías originadas en lecturas dogmáticas o fanatizadas de raíz religiosa, la abrumadora mayoría de estadounidenses no vacila en sacrificar libertades que fueron su orgullo y hasta las vidas de sus jóvenes para secundar a los delirios imperialistas de su actual gobierno. La más poderosa potencia del mundo parece decidida a renunciar a la razón, lanzada a una interminable campaña de exterminio de los diferentes. Si Dios impidió la construcción de la torre de Babel creando lenguas diversas para que los constructores no pudieran entenderse, la leyenda ahora vuelve invertida: el que no hable o piense como el centro imperial será castigado por la maquinaria de muerte de estos dioses de opereta. Con un poco de sentido común, es fácil comprender que semejante plan, si fuera posible, implicaría regresar a las épocas de Nerón o de Calígula en el Imperio Romano. Sin los costos de horror y muerte, podría ser el argumento disparatado de una historieta.
“La única respuesta a la pregunta cada vez más debatida por el público de si los Estados Unidos pueden conservar su posición actual, es ‘no’, pues, simplemente, ninguna sociedad ha podido estar permanentemente en cabeza de todas las demás”, afirmó, rotundo, el historiador Paul Kennedy en su voluminoso estudio acerca del Auge y caída de las grandes potencias (1988). Aunque los años recientes parecen desmentirlo, quizá su yerro consistió en vaticinar con demasiada anticipación, pero es una afirmación válida cuando se contrasta esa opinión con otros estudios más recientes, por ejemplo el de otro historiador, Eric Hobsbawm, sobre La era del imperio, 1875-1914 (1987). Al analizar la evolución imperial, Hobsbawm apunta que en determinado momento los fundamentos morales tradicionales de la burguesía dominante “se hunden bajo la misma presión de sus acumulaciones de riqueza y su confort (...) Las personas jurídicas (es decir, las grandes organizaciones o compañías), propiedad de accionistas y que empleaban a administradores y ejecutivos, comenzaron a sustituir a las personas reales y a sus familias, que poseían y administraban sus propiasempresas. La historia de la era del imperio es un recuento sin fin de tales paradojas”.
Por supuesto, las hegemonías imperialistas no se consolidan o debilitan por simples trámites mecánicos, de modo que bastaría con esperar el momento automático de la declinación. Antes, pueden producir daños enormes, a la medida de sus recursos y poderes, y envolver al mundo en su propia decadencia. De ahí, la trascendencia de las manifestaciones globales contra la salvaje invasión militar de Irak, cometida al margen de las leyes de la convivencia internacional, porque son la manera más efectiva de detener la masacre, pero también de prevenir males mayores. Algunos observadores se han sorprendido por la magnitud y la globalidad simultánea de las expresiones populares por la paz en todos los continentes, pero eso les pasa a los que olvidan las anteriores expresiones contra la globalización económica, las sucesivas ediciones del Foro de Porto Alegre y la dinámica internacional de las telecomunicaciones, en primer lugar las redes de Internet.
Tampoco la eventual pérdida de hegemonía del imperialismo guerrerista no significa, necesariamente, el fin del capitalismo, sino una etapa diferente en la evolución de la humanidad. Bien lo dice un epígrafe incluido por Hobsbawm en el libro citado: “Es poco probable que la simple reconstrucción de los acontecimientos, incluso a escala mundial, permita una mejor comprensión de las fuerzas en acción en el mundo actual, a no ser que al mismo tiempo seamos conscientes de los cambios estructurales subyacentes. Lo que necesitamos, ante todo, es un nuevo marco y nuevos términos de referencia”. La sugerencia es válida para mirar el mundo y, además, para enfocar la propia realidad nacional. Aunque nadie puede dudar de que la tragedia en Irak acapara la atención pública, cualquiera sea su resultado y el tiempo que demande, los problemas locales siguen tironeando de la vida cotidiana de los argentinos. El hambre, el desempleo, la incertidumbre sobre el futuro inmediato, la escasez de expectativas esperanzadas siguen más presentes que nunca porque, aun con la carga de indiferencia predominante, se acerca la hora en que cada ciudadano deberá decidir su conducta y, con ella, así sea la abstención absoluta, influirá sobre los resultados generales y la suerte del conjunto.
Sólo el escrutinio, como siempre, dirá si las encuestas de hoy acertaron los pronósticos, pero la mayor preocupación de todo ciudadano sin partido, la inmensa mayoría, es que después de aquel estallido de diciembre del 2001, el movimiento social no logró perforar los tradicionales aparatos partidarios que siguen encerrados en sus jardines de invierno. El salvataje de Luis Barrionuevo por el Senado nacional es el último y uno de los más escandalosos gestos de desdén hacia el sentimiento público. Dado que las grietas entre las cúpulas partidarias y la base ciudadana en lugar de soldarse se han ensanchado; la misma campaña electoral es un espectáculo autorreferencial, es decir que interesa a los que están directamente implicados y a nadie más. No pocos ciudadanos se preguntan por qué no han surgido opciones de sustitución, fuerzas, liderazgos, candidatos y políticos que no estén perseguidos por sus propios pasados.
La rotunda consigna de “que se vayan todos”, según pudo verse, no alcanza para remover las taras que han desprestigiado a la política. Eso no significa que el movimiento social se haya detenido en el grito indignado. En el último año, hay múltiples expresiones de organización y de acción donde se nuclean franjas importantes de la sociedad en busca de nuevos caminos. Un signo evidente de esa voluntad consta en las resoluciones del último congreso nacional de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), una de las cuales alienta la formación de un nuevo movimiento político, social y cultural. Este es un nuevo aporte de la CTA al desarrollo de las ideas nacionales, ya que de su seno surgió antes la concepción inédita del sindicato de territorio, a fin de agrupar a lostrabajadores más allá de los muros de la fábrica. La Federación de Tierra y Vivienda (FTV), asociada a la CTA, es la expresión genuina de esa intención y, con el mismo empuje, por decisión consentida por sus asambleas de base, está empeñada en la construcción de un Partido de Trabajadores que, en principio, piensa competir por la gobernación bonaerense con la fórmula Luis D’Elía y Eduardo Slutzky, un ex maestro y un empresario pyme.
A la enormidad de las tareas vinculadas con la formación de una fuerza nueva, la FTV afronta también los ataques de los que se sienten amenazados por su eventual crecimiento y por quienes no toleran la idea de gobernantes surgidos de la base social. Hace un par de semanas, un general retirado publicaba en el diario La Nación una carta de lector alertando sobre el riesgo de ocloclasia, como una nueva forma degenerativa de la democracia que vendría a suceder al populismo demagógico según la versión de éste. En su origen griego, ocloclasia quiere decir “gobierno de la plebe”. Lula da Silva podría dar cuenta, con seguridad, de prejuicios similares que lo atacaron durante años. En el caso de la FTV, además, hay tensiones derivadas de esa dinámica en marcha, incluso en el propio seno de la CTA. Algunas casi “naturales”, porque no todos están dispuestos a aceptar nuevos marcos y nuevas referencias, otros porque consideran que hay partidos preexistentes que son rescatables como opción sin necesidad de crear otros nuevos y también los que no encuentran el método para cohabitar entre sindicatos tradicionales, sindicatos territoriales y también un partido de trabajadores. Es lógico suponer que puedan existir, incluso, ambiciones personales insatisfechas o desmesuradas, como sucede en cualquier agrupación humana. Aun si fuera áspero, ojalá el debate encuentre cauces constructivos, de tolerancia y de complementación, sin hegemonías burocráticas ni restricciones arbitrarias, porque de la confrontación inteligente al final emergerán esas imaginadas tendencias nuevas, con capacidad para administrar con justicia y honestidad el bien común y dispuestas a contribuir a impedir los delirios imperialistas en el mundo.