EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Obama se metió de lleno en la campaña esta semana con el discurso del Estado de la Unión, en cadena nacional con aceptable rating, ante la mayor audiencia que va a tener hasta que acepte la nominación de su partido el seis de septiembre en la convención de Charlotte, Carolina del Norte. Por cómo se vienen dando las cosas, hay que decir que no desaprovechó la oportunidad. Mientras los republicanos se mataban entre ellos en Florida y pateaban la pelota afuera hablando de inmigración porque no tienen un plan para salir de la crisis, Obama eligió la escenografía del Capitolio y las caras largas de sus principales figuras para mostrar su costado más combativo.
Acá hay que hacer un paréntesis y olvidarse un poco de lo que fueron estos cuatro años de Obama a nivel internacional, de las promesas incumplidas y las expectativas defraudadas. Al votante estadounidense eso mucho no le importa. En su discurso del martes pasado, de setenta y siete minutos Obama le dedicó un total de seis a la política exterior.
El resto del tiempo fijó su mensaje de campaña, recorrió sus cuatro años de gobierno y reconoció con cierto fastidio no haber cumplido su principal promesa, la de unir el país, aunque culpó a los republicanos de habérselo impedido.
El mensaje de campaña es el siguiente: los millonarios tienen que pagar más impuestos para distribuir con más equidad los costos de la salida de la crisis. Se monta en el slogan “nosotros somos el 99 por ciento” del popular movimiento Occupy Wall Stret, que tiene el apoyo de dos tercios de la sociedad estadounidense. Mientras tanto, los republicanos se niegan religiosamente a subirles los impuestos a los ricos. “En este momento, por agujeros y refugios en el código impositivo, un cuarto de todos los millonarios pagan tasas más bajas que millones de hogares de clase media. La secretaria de (el conocido archimillonario) Warren Buffett paga una tasa más alta que él. ¿Queremos mantener estos recortes impositivos para los estadounidenses más ricos?”
Al iniciar el repaso de su gobierno, Obama no se privó del viejo recurso de apelar a la herencia recibida. Dijo que cuatro millones de empleos se habían perdido antes de que asumiera y otros cuatro, hasta que sus medidas económicas empezaron a funcionar. Desde entonces se recuperaron tres millones de trabajos y vamos por más, arengó el presidente. “En el 2008 colapsó el castillo de naipes. Aprendimos que la gente había comprado hipotecas que no podía pagar, ni siquiera entender. Bancos que hicieron grandes apuestas y se entregaron grandes bonificaciones con dinero ajeno. Reguladores habían hecho la vista gorda o no tenían autoridad para frenar el mal comportamiento. Estuvo mal. Fue irresponsable. Hundió la economía en una crisis que dejó a millones de personas sin trabajo y nos cargó con más deuda, dejando que los ciudadanos comunes se hagan cargo de la cuenta.”
En cuanto a su promesa principal, no hizo falta que la recordara. Había dicho muchas veces que no quería un país dividido por barreras políticas. “No quiero un país de estados rojos y estados azules sino de Estados Unidos”, era la frase que usaba. Obama se vendió como un político moderno que está más allá de los partidos, un hacedor que sabe encontrar el punto de equilibrio para generar consensus y avanzar en temas importantes. Eso no pasó durante su gobierno, aunque nadie puede decir que no lo intentase. Su gran iniciativa, la reforma del sistema de salud, sólo llegó a aprobarse porque tenía una buena mayoría en el Congreso, después de largos meses de inútiles intentos de obtener apoyo bipartidista y tras cajonear los aspectos más audaces de la reforma, como la creación de un sistema estatal para que compita con los proveedores privados. Cuando Obama perdió esa mayoría legislativa en el 2010 el Capitolio se trabó y no volvió a salir una ley importante. Entre las iniciativas prometidas por Obama quedaron pendientes una reforma migratoria y una ley para promover el uso de energía limpia.
Obama no le escapó al tema. Reconoció su fracaso y dio a entender que la política no se puede arreglar, que lo intentó pero no pudo, y que de ahora en más hará las cosas a su manera. “No importa a qué partido pertenecen. Apuesto a que la mayoría de los estadounidenses están pensando ahora: nada se va a hacer este año, o el próximo, o quizá el que venga después del otro, porque Washington está roto. Podés culparlos por sentirse un poco cínicos?”
Tampoco se puede culpar a Obama por plantarse un poco ante la endeblez de los republicanos. La semana pasada una encuesta del The Washington Post lo colocó en un cincuenta por ciento de aprobación, su nivel más alto en muchos años. Y esto no es sólo porque pequeñas señales alentadoras brotan en distintos sectores de la economía. También es porque después de años de negociaciones frustradas Obama se puso firme en julio y en diciembre para salvar partes de su plan de salud y un recorte impositivo muy popular con la clase media, respectivamente, de las afiladas tijeras de los legisladores republicanos.
Esas batallas ganadas fortalecieron al presidente, al tiempo que el movimiento Occupy desplazaba al Tea Party del centro del debate cultural. Los nuevos culpables pasaron a ser los millonarios con privilegios. Para los Tea Party los culpables de todo eran los políticos gastadores, sobre todo ese demócrata negro que ocupa la Casa Blanca.
Pero en estos días los Tea Party no se hacen oír por ningún lado. El debate republicano se diluyó en un juego de chicanas para ver quién podía mostrarse más duro con los inmigrantes sin caer en frases hirientes o pensamientos racistas. Agravios, disculpas, aclaraciones, basura sobre las esposas de Gingrich y los negocios de Romney, declaraciones cruzadas y más puterío.
En medio del ruido no se escuchó a ningún republicano hablar de un plan para mejorar la economía o el lugar de Estados Unidos en el mundo, alguien que aparezca como una amenaza para la reelección de Obama, que es lo único que le importa en este momento. Al contrario, los excesos verbales de Gingrich para hacerse escuchar en Carolina del Sur parecen haber sepultado sus chances en Florida y comprometido seriamente su futuro, ya que en el fondo lo único que le interesa al votante republicano es que su candidato le pueda ganar a Obama el seis de noviembre. Gingrich insiste en demostrar que él no es esa clase de conservador. Dice barbaridades todo el tiempo. No es discreto ni despierta simpatía ni suena sincero en sus convicciones.
Entonces queda Romney, el candidato ideal para Obama. Un millonario que paga pocos impuestos y encima lo admite. Un tipo que viene de un estado liberal, donde nombró jueces progresistas y pasó una reforma de salud que sirvió de modelo para la que hizo Obama a nivel nacional. Encima mormón. Todo bien con los mormones, un presidente mormón sería algo novedoso, bienvenida la novedad. Pero tanta atención puesta en la vida religiosa de Romney de algún modo refuerza su fama de aburrido.
Todo bien por ahora, pero Obama sabe que está jugando gratis en tiempo prestado, que la siesta republicana puede terminar rápido. Tanto que si Romney saca una buena diferencia el martes en Florida no sorprendería que los demás levanten la bandera blanca. Salvo algún rezagado que elija seguir en carrera para vender más cara su capitulación, el resto del partido se encolumnará detrás del candidato inevitable. Entonces el empresario mormón pasará a ser un tipo carismático, preparado y divertido, firme pero con un costado sensible. Entonces empezará la verdadera campaña, la que los motiva en serio, la de bajar a Obama como sea. Parece medio pobretón.
Sobre todo porque el Obama 2012 ya está, ya tiene mensaje, apoyos, plan. El tema es después. ¿Retomará con los republicanos? ¿Mantendrá el personaje quejoso y fastidioso de la campaña? ¿Veremos a un Obama más combativo, menos conciliador? ¿Cumplirá alguna de sus promesas? Mucho depende de lo que pase de acá a noviembre, pero es probable que haga lo que está en su naturaleza, lo que puede esperarse del primer presidente negro que paga el costo de pertenecer. Negociar, conciliar, avanzar sólo cuando se pueda, retroceder sólo cuando haga falta. El Obama modelo 2012 no despierta grandes ilusiones, pero se muestra sólido ante un electorado que, a falta de opciones atractivas, parece dispuesto a darle una segunda oportunidad.
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