EL MUNDO
› MUERTE, DESOLACION, ANARQUIA Y SAQUEOS ANTE LA MIRADA IMPASIBLE DE LOS MARINES
“Este presente es como un agujero negro”
Los cadáveres de los muertos, entre ellos también chicos, siguen tirados en las calles dos días después de la conquista. Sin mirarlos, pasan a su lado ladrones y saqueadores que se saludan con los invasores. Los marines dicen que esperan órdenes para actuar mientras Bagdad agoniza. La guerra hace menos ruido, pero sigue presente.
› Por Eduardo Febbro
Página/12
en Irak
Enviado especial a Bagdad
Sobre el capot del auto subido a medias en la vereda, un libro de tapas azules aparece milagrosamente intacto en medio de los restos del parabrisas destrozado. Adentro del vehículo el cuerpo de un hombre muerto hace varios días está volcado hacia adelante, con la cabeza abierta y parte del cerebro derramado encima de la guantera. La gente pasa sin prestarle atención. A cien metros de una inmensa estatua de Saddam Hussein aún intacta, tres cadáveres yacen sobre la vereda. Una jauría de perros hambrientos se disputa la propiedad del cuerpo de uno de los muertos, un niño de seis años al que le faltan un zapato y la mitad de la cara. A lo lejos resuena la metralla, esporádica pero nutrida. En algunos de sus barrios, Bagdad está envuelta en una espesa nube de humo negro. Muchos de los pozos de petróleo que Saddam Hussein incendió para impedir que los satélites norteamericanos obtuvieran imágenes precisas del estado de Bagdad todavía siguen ardiendo. La capital iraquí es irreal. Apocalíptica. No existe control alguno. El caos tiene la forma de una inabarcable multitud que camina por las calles cargada con bártulos. Edificios públicos, hoteles, hospitales, casas particulares, residencias de fin de semana, autos, nada se salva de la sed humana. Sed de saquear lo que antes era del Estado, sed de robar cuanto comercio está sin protección.
Los tanques norteamericanos apenas ocupan algunos puntos estratégicos de la ciudad. No hay ley ni derecho, a no ser el de las armas. Bagdad está sola consigo misma, con las compuertas del odio, la venganza y el oportunismo abiertas de par en par. El régimen iraquí ha dejado de existir pero en su lugar no hay nada. Los palacios de Saddam Hussein, los edificios públicos más emblemáticos están aún en llamas. Tres décadas de represión explotaron de golpe y no existe dique alguno para contener a la población. Pero la gente no se venga del régimen. Lo que hace ahora es robar. En lugar de la proclamada liberación, Estados Unidos dejó una herida. Las primeras imágenes difundidas por la televisión luego de la “caída” de Bagdad son engañosas. Las estatuas y los afiches del presidente iraquí no han sido destruidos por la gente. La medida del sufrimiento y la opresión ejercida por un hombre que devoró a su país están en los infinitos retratos del amo de Bagdad. No hay una sola calle donde Saddam Hussein no aparezca pintado o fotografiado en alguna pose insólita: militar, cazador, héroe, combatiente. Esas representaciones están en perfecto estado y contrastan con el derrumbe moral y físico de la ciudad. Saddam Hussein infunde un terror sordo. “Es una plaga”, dice un comerciante. El ex presidente, muerto o en fuga, pasa de mano en mano. Todos los billetes iraquíes, cualquiera sea su valor, llevan impreso el rostro de Saddam. “Eso no es plata, es Warahk”, explica el comerciante. Warahk quiero decir algo falso, puro papel, una fotocopia.
La gente camina sonriendo, hace la V de la victoria con los dedos, se desplaza con un pañuelo blanco en la mano o un trapo atado a la antena del auto en signo de rendición. Los soldados norteamericanos escrutan cada gesto con desconfianza. Uno de ellos, apostado en medio del puente que cruza el Tigris, dice, con un gesto hastiado: “¿No tiene una cerveza?”. Hace calor, se respira mal y no hay cerveza. Apenas agua. El soldado es joven, se lo ve cansado. Acepta un chocolate y dice: “Esta guerra no es mía, estoy harto”.
Irak no tiene gobierno, ni policía, ni Estado. Sólo un embrión que acá se llama “zonas seguras”, es decir, controladas por los Marines Made in USA. No vale la pena preguntarse cuáles son los proyectos para el futuro. Basta con constatar el estado de las “zonas seguras”. Los bombardeosdestruyeron prácticamente todos los edificios de los ministerios y dependencias públicas. Sólo tres se salvaron de la hecatombe. La Municipalidad de Bagdad, el Ministerio de Relaciones Exteriores y, emblemáticamente, el Ministerio del Petróleo. El edificio brilla en medio de un mar de ruinas que lo circundan.
Los comerciantes de Bagdad, víctimas continuas de los saqueos, denuncian la actitud pasiva del ejército de la coalición. Para ellos “se trata de una táctica deliberada para prolongar su presencia, para justificarla con imágenes descarnadas”. Uno de ellos, con una Kalashnikov en la mano, denuncia: “Van a dejar que el caos llegue a niveles inimaginables, recién entonces van a actuar”. Mientras habla, el hombre observa con un ojo un grupo de cuatro jóvenes que se aproxima por la vereda de enfrente. Cuando están cerca dispara al aire. Los jóvenes cruzan la calle. Están armados con pistolas pero siguen su camino. “Son saqueadores, se les nota en la actitud”, afirma el hombre. Sus afirmaciones no carecen de veracidad. Es difícil creer que un ejército deje una ciudad como Bagdad en tal estado de anarquía si detrás no existe un plan. Los testimonios verbales y visuales son aplastantes. Hasta las puertas de los bancos están hundidas a fuerza de embestidas de tanques. Un joven de 28 años cuenta que anteayer llegaron cuatro tanques, hicieron un boquete en la puerta de un banco y dejaron que la gente entrara a saquearlo. Lo mismo ocurre con los comercios importantes. Ayer, los alrededores de uno de los shoppings center de Saddam, el Al-Mansur, parecía un estadio de fútbol. No había un solo tanque o soldado norteamericano a la vista pero una espesa multitud salía del shopping llevándose todo lo que podía.
Bagdad vive de bombas y de saqueos, el agua escasea y la luz dura muy poco. La guerra hace menos ruido que los primeros días pero sigue presente, en segundo plano. Los tiroteos son frecuentes, a veces fuertes y prolongados. Diez veces por día retumba un cañonazo estruendoso. En la confidencia que deja el cansancio, los mismos soldados norteamericanos reconocen que las acciones no terminaron, que los frentes se multiplican debido a la resistencia de algunos grupos. “Bagdad es un agujero de enemigos solapados”, dice un soldado, Michael G. Es mucho más joven y aguerrido que sus enemigos pero está orgulloso de representar a un país que “liberó a otro de una dictadura”. Son sus argumentos, sus 21 años que intentan sobrevivir en medio de tanto dolor humano.
Los marines no están solos, los ayuda otro ejército, invisible pero más eficaz que la alta tecnología norteamericana. Ayer, en el barrio chiita de Bagdad, en plena plegaria musulmana, el grito de un hombre desgarró el momento de resonancias espirituales. Venía de una casa junto a la mezquita, un grito duro, de dolor profundo. Era el de un fedayín, es decir, de uno de esos combatientes árabes oriundos de Yemen, Siria, Egipto o Palestina que vinieron a morir por Saddam. Los chiitas fueron a buscarlo al hospital donde estaba internado para ejecutarlo. No era un combatiente sino dos. Los trajeron a la casa para ultimarlos. Los soldados norteamericanos reconocen que son ellos quienes les plantean problemas, que son los combatientes árabes los que aún pelean casa por casa. “Es igual que en Afganistán”, explica uno de los soldados. “Cuando el poder talibán se hundió ellos siguieron luchando hasta el final. En Bagdad pasa lo mismo. Tenemos que ir a buscarlos, barrio por barrio, calle por calle.” Los chiitas, víctimas de la venganza de Saddam Hussein después de la primera Guerra del Golfo, se vengan hoy a su manera. Colaboran secretamente con los marines indicándoles dónde están los combatientes árabes. Los chiitas se opusieron férreamente al avance de las fuerzas anglonorteamericanas en las ciudades del sur de Irak, sobre todo en Basora. Pero hoy, en Bagdad, en medio del caos, pactan con ellos para erradicar al enemigo común. “Nadie entiende nada”, dice un soldado. Después agrega. “Cada día se me hace más urgente regresar a casa.” Bagdad es confusa, peligrosa con cualquier paso en falso. Todo el mundo está armado, tiene la sangre caliente. “Cada persona puede ser nuestro enemigo. Nadie sabe quién es quién, quiénes son los enemigos de Saddam y quienes sus agentes disfrazados”, dice el conductor de un taxi. Los hombres caminan por la calle armados con Kalashnikov como si fueran bolsas para ir a la playa. “La guerra está muy lejos de haber terminado”, advierte el ex propietario de una agencia de viajes. Hace mucho que está en la ruina, sobreviviendo con mandados sin importancia. Hoy tiene miedo, un miedo que le saca el sueño. “¿Y si Saddam volviera?”, pregunta desesperado. La anarquía de Bagdad y las ciudades en manos de la coalición no lo convencen. Cuenta que en algunos barrios y periferias de la ciudad los combates son constantes, que las unidades que controlan el aeropuerto de Bagdad están constantemente asediadas por los árabes y los restos de la Guardia Republicana. El ayer parece un inmenso espejismo. “El presente es como un agujero negro, es un abismo interminable”, dice mirando pasar dos tanquetas norteamericanas alrededor de una de las zonas aparentemente más seguras, el hotel Sheraton y el Palestina. Basta con caminar un par de calles abajo. El primer gran retrato de Saddam, vestido como un cazador inglés con título nobiliario, inmaculado y lleno de colores, vigila desde lo alto los miedos de una ciudad que se despierta con la misma pesadilla. Bagdad limpia, como antes, y Saddam Hussein en uno de sus palacios. Pero ese mundo es ya imposible. El humo negro, la suciedad, la violencia, el caos y los tanques de la administración Bush desdibujaron esa pesadilla para esbozar otra cuyos contornos son inciertos.
Subnotas