EL MUNDO
› UN MARINE CUENTA A PAGINA/12 COMO ES SENTIRSE UN HEROE (Y, TAMBIEN, UN ASESINO)
Rescatando (de sus crímenes) al soldado Jason
Un militar es, casi por definición, una máquina de matar. Pero a veces, entre la verticalidad de las órdenes y la configuración mental que se les impone para que las cumplan, la horrible realidad de la batalla genera un quiebre, que sin embargo no contradice su apreciación de la misión cumplida. Página/12 habló con uno de ellos. Este es su testimonio.
› Por Eduardo Febbro
“Quiero contarle algo, un par de cosas que tengo en la cabeza y que no me dejan dormir.” El hombre se sentó en el bar del hotel, de espaldas a la recepción. Sus escasos 30 años no dejaban traslucir las guerras que llevaba a cuestas: Somalia, Bosnia, Ruanda, Kosovo, las dos guerras en Irak. Nadie hubiese dicho tampoco que ese hombre orgulloso y firme que se pasaba horas exhibiéndose encima de su tanque Abrams podía liberarse y contar con ansiedad las horas oscuras de la guerra que llevaba en el corazón. “Me arrancaron de mi vida cotidiana para traerme aquí”, dice entre dos silencios.
La vida cotidiana del soldado Jason transcurre en Los Angeles, con una mujer que lo abandonó antes de que saliera hacia el frente de Irak. “Esto es demasiado para mí, cada vez que te vas tengo miedo que te mueras –dice el soldado que ella le decía–. Me mató porque tenía miedo de mi muerte”, agrega, irónico. El problema que viene a contar es la guerra, desde adentro, desde la oscuridad de un tanque y desde la otra oscuridad que le devuelve el espejo cuando se mira cada mañana. “Ayer me miré en el espejo y vi desfilar todas las víctimas. ¡Dios mío! ¡Toda la gente que maté!” Su relato se acelera, sus ojos se iluminan con un brillo inocente que torna más terribles las palabras que pronuncia. “De todas maneras cumplí con mi deber”, dice para sacarse de encima el peso que lo acosa.
Tanto de noche como de día el cañoneo es frecuente. Los marines norteamericanos que aceptan las confidencias dicen poco pero hay mucho. Hace una semana, los combates nocturnos en el este de Bagdad dejaron 300 muertos. Fue a golpe de tanques y cañonazos, cuenta un capitán a punto de regresar a los Estados Unidos. El soldado Jason no da cifras pero revela lo que ocurre ahí adentro. Hace tres días, los alrededores de los hoteles Sheraton y Palestina fueron sacudidos a la madrugada por un intenso tiroteo. Los norteamericanos respondieron con los tanques. “Uno era el mío –dice Jason–: abrimos fuego contra el edificio desde donde nos habían disparado. Las escaramuzas duraron varias horas. Esa noche hubo 30 muertos. Lo peor de los combates es cuando hay que ir a buscar a la gente casa por casa. Primero tenemos que localizarlos y después, cuando respondemos, hay que ir otra vez a identificar a los muertos. Esa noche quedará para siempre grabada en mi memoria. Entramos en un edificio. Habíamos sido víctimas de un ataque lanzado por los fedayines, esos combatientes árabes oriundos de varios países que vienen a pelear por Saddam. Los fedayines son duros, nunca se rinden. Cuando entran a una casa tienen la costumbre de protegerse con los niños. El que encontramos adentro del departamento tenía un niño apretado en un brazo y en el otro la Kalachnikov. Estaban los dos muertos, con otros dos niños más.”
El soldado Jason pide un té y piensa. “Maté a tres niños. Pensé en mi propia madre, que me manda Corn Flakes.” La unidad del soldado Jason está en Irak desde el principio de la guerra y le tocó la peor parte, Bagdad, sobre uno de los puentes. “Los combates sobre el puente de Bagdad fueron terribles. Cada metro se negaba matando. Todo era una confusión de explosiones y cuerpos despedazados. Creo que matamos a más de 120 personas.” El rostro del norteamericano, su energía vital, su voz llena de sentimientos no reflejan el contenido de lo que está contando. Cada frase contiene sus sentimientos, las dudas y la culpa... y también el absurdo. “Me siento un asesino”, suelta de pronto y, justo detrás, viene el discurso: “Estoy orgulloso de haber cumplido con mi deber, de estar siguiendo los pasos de mi padre, que era un veterano de la guerra de Vietnam”. Conciencia y lavado de cerebro se mezclan en su relato. Sienteque mata inocentes pero Bush es su modelo: “Un día le di un apretón de manos y le dije que lo quería, que era un gran líder porque sólo tenía una palabra. Lo admiro”. Desde el fondo de las palabras del soldado surge todo el trabajo realizado en la cabeza de la gente por la administración Bush: “El presidente –dice– va a erradicar el terrorismo en todo el mundo”. El 11 de septiembre dividió su vida. La fecha es una herida constante, nunca oculta: “Yo no quise esta guerra, pero tenía que venir para que el 11 de septiembre no se vuelva a producir nunca más”.
La segunda guerra de Irak le parece más terrible que la primera. “Acá todo hay que ganarlo centímetro a centímetro, cuerpo a cuerpo.” Terrible pero necesaria. Habla como si George Bush tuviera un uniforme y fuera más joven: “Era preciso liberar a Irak de Saddam Hussein”. ¿Y el precio? “La libertad de un país no tiene precio. Yo quiero a los iraquíes, me siento orgulloso con la libertad que les aportamos. Pese a lo que dice la prensa, ellos lo reconocen y así nos lo manifiestan.”
El soldado Jason se siente sólo, el ejército norteamericano no cultiva el diálogo ni tampoco las confesiones íntimas entre soldados: “Cuando participamos en combates muy duros o cuando vivimos escenas delicadas, ninguno de los hombres de la unidad comenta nada. Por más que suframos hay que guardar el silencio o, a lo sumo, hablar con el capellán”. Jason evoca sin cesar una suerte de misión salvadora encarnada por todos esos “buenos” norteamericanos que dejaron su país, su confort y su familia para venir a Irak a poner la vida en juego en nombre de la “libertad”. El hombre parece curar todas las heridas de su conciencia en las aguas misioneras. Dice que se siente un asesino porque mata inocentes pero también alaba el arte de matar “cuando se hace en pos de una meta tan elevada como la libertad de un pueblo”.
EL soldado Jason es igual a muchos otros encontrados en Bagdad. Lo mueven los mismos sentimientos de culpa y orgullo, de dudas y certezas. La larga confesión del soldado Jason confirma lo que el calendario de la intervención norteamericana deja entrever: “Combates, lo que se dice combates, sólo los hay con un puñado de elementos irreductibles y con los fedayines árabes. El resto, las tropas iraquíes, la mayor parte de las veces se rindieron fácilmente. En cuanto a la población, no participó en la defensa de la ciudad. Entramos en Bagdad más rápido de lo pensado y con una facilidad desconcertante. Unicamente en varios puntos precisos tropezamos con cierta resistencia”. Jason admira a Bush y mata en nombre de una libertad mesiánica. Hay otros que lo detestan y se ven obligados de ir al frente. “En el fondo, ambos sentimos lo mismo frente a la guerra: la culpa, la soledad, el miedo y esa pregunta que resuena como un canto permanente en la cabeza: ¿por qué?” El soldado Jason se levanta, da las gracias, dice buenas noches y sale al encuentro de otros militares que ingresan en el hall del hotel. Son seis y acaban de terminar “una misión”. Jason los saluda, habla un momento con ellos y luego regresa: “El más alto de todos tiene apenas 19 años. Me pidió si podíamos hablar a solas. Participó en un combate contra los fedayines y, al final, cuando entraron a la casa, encontraron a un fedayín con un niño en los brazos. La noche va a ser larga para que entienda que no fue él quien lo hizo directamente. Nosotros disparamos contra objetivos que se interponen entre nosotros y la libertad que vinimos a darle al pueblo iraquí”.