Dom 27.05.2012

EL MUNDO  › OPINION

Injustos e ilegales

› Por Gerardo Pisarello *

Cuando desde calles y plazas españolas se dice que lo que se está viviendo es una estafa más que una crisis, no se exagera. Se señala, en realidad, un hecho evidente: que el grueso de los ajustes adoptados en los últimos años son, además de injustos y éticamente indefendibles, contrarios a la legalidad a la que los propios gobiernos apelan para ganar legitimidad. Lo grave de estas actuaciones es que se están convirtiendo en una práctica normalizada. No pasa una semana, en efecto, sin el anuncio de un nuevo decreto, de un nuevo ajuste, que liquidan, casi sin discusión, servicios públicos y prestaciones elementales para el mantenimiento de la cohesión social. Esta normalización de la emergencia no solo constituye una burla al supuesto compromiso de quienes mandan con las formas democráticas y con la seguridad jurídica. También altera con descaro el fondo, la sustancia de los derechos y libertades que la propia Constitución española considera el fundamento de la “paz social”.

Hace unos días, ha sido el comité de expertos en derechos sociales de Naciones Unidas el que ha reprendido al gobierno español por su escaso compromiso con la legalidad internacional en la materia. Tras oír los argumentos del gobierno y de las organizaciones de la sociedad civil, el comité constata que el desempleo y la pobreza se han disparado y que las medidas de austeridad “están perjudicando de manera desproporcionada” el disfrute de derechos de los colectivos en mayor situación de vulnerabilidad. Algunas de ellas, sostiene, presentan un carácter discriminatorio y regresivo: la severa restricción de las ayudas sociales; la falta de actualización del salario mínimo interprofesional; la precarización del empleo juvenil y femenino; la caída de muchas pensiones por debajo del nivel de subsistencia; la supresión de derechos sanitarios básicos a la población migrante; los recortes educativos y el aumento exorbitado de las tasas universitarias; los crecientes desalojos forzosos, sin garantías procesales y sin medidas alternativas o compensatorias para las personas y familias afectadas.

En otras palabras: muchas de las (contra)reformas de las que el gobierno de Rajoy se vanagloria aparecen ahora como medidas contrarias a la legalidad internacional ratificada por el propio Estado español. Esta afirmación puede resultar poco novedosa o intrascendente. Después de todo, el comité de derechos sociales, a diferencia de la troika y de los grandes acreedores internacionales, carece de potestad sancionatoria y tiene, por tanto, una capacidad restringida para vincular a los gobiernos. Sin embargo, sus observaciones no se limitan a amonestar. Incluyen indicaciones precisas de aquello que el gobierno debería hacer para honrar sus compromisos jurídicos con las personas, antes que con los poderes financieros: poner en marcha un programa integral de lucha contra la pobreza; garantizar un salario mínimo y pensiones que aseguren condiciones dignas de existencia; promover la universalización, y no la fragmentación, del derecho a la educación y a la salud; aprobar, de una vez, una dación en pago vinculante que brinde a las familias hipotecadas la oportunidad de cancelar sus deudas y comenzar de cero.

Estas medidas, seguramente, no son la panacea. En realidad, ningún comité o tribunal puede ordenar las reformas políticas necesarias para asegurar una salida justa a la crisis: desde la erradicación del fraude fiscal y la adopción de políticas tributarias social y ambientalmente progresivas hasta la imposición de un control democrático de la banca y de la economía, pasando por el reforzamiento de las garantías laborales o por la realización de una auditoría que ayude a distinguir la deuda legítima de aquella generada por los desmanes de algunos grupos financieros e inmobiliarios.

Con todo, pronunciamientos como los del comité no son baldíos. De entrada, porque frente a los toscos intentos de criminalizar la protesta, dan voz a las víctimas y ayudan a desenmascarar a los verdaderos responsables de lo que está ocurriendo. En segundo lugar, porque al estipular violaciones y obligaciones concretas, señalan caminos alternativos, nada utópicos, que podrían adoptarse de existir voluntad política. Finalmente, porque representan un incómodo grano de arena en el engranaje de la impunidad. Una contribución modesta, pero necesaria, para que las reglas –o la ausencia de reglas– que han conducido a la situación actual no vuelvan a reeditarse nunca más. No es poco.

* Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Observatorio de Derechos Económicos Sociales y Culturales.

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