Mar 29.05.2012

EL MUNDO  › OPINIóN

El diablo entró sin golpear

› Por Washington Uranga

En 1982 el teólogo brasileño Leonardo Boff, uno de los iniciadores de la teología latinoamericana de la liberación, publicó un libro titulado Iglesia, carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante para denunciar la corrupción de la institución eclesiástica católica y lo que él consideraba una traición al legado espiritual del cristianismo. Ese libro le trajo aparejado a Boff serias disputas con el Vaticano y, en particular, con el entonces prefecto (ministro) de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. A pesar de que Boff, sacerdote franciscano desde 1959, doctor en teología y filosofía por la Universidad de Munich (Alemania), siempre planteó que hacía sus críticas “desde el interior de la Iglesia” y buscando la superación de los problemas, el Vaticano nunca le perdonó haber puesto en evidencia, en base a argumentos teológicos y eclesiológicos, la corrupción de la propia Iglesia. Ratzinger hizo de la persecución a Boff una cuestión personal. En 1985 recayó sobre el brasileño una sanción que le imponía “silencio” y le impedía enseñar en ningún ámbito controlado por la Iglesia Católica. Pocos años después Leonardo Boff decidió abandonar su condición de sacerdote católico, pero siguió la prédica religiosa y ecologista acorde con su formación franciscana.

La mención a Boff viene a cuento de lo que está sucediendo en estos días en Roma con revelaciones que ponen de manifiesto luchas intestinas de poder en el Vaticano y, sobre todo, dejan al descubierto la crisis de corrupción que afecta a toda la estructura eclesiástica católica. Desmoronamiento que no se reduce al jaqueado poder central del catolicismo, sino que se extiende a lo largo y a lo ancho del mundo donde cada día surgen nuevas evidencias de casos de corrupción como los ocurridos con los Legionarios de Cristo, los casos de pedofilia, los escándalos sexuales, las estafas y las complicidades en violaciones a los derechos humanos, como acaba de ratificarse en nuestro país. Lo que acontece ahora en el Vaticano es lo mismo que ya denunció Boff hace treinta años y por lo que fue silenciado, acusado de traidor y finalmente obligado a salir de la Iglesia Católica.

La olla se sigue destapando en el Vaticano... y huele a podrido. Y por cierto que Paolo Gabriele, el mayordomo infiel del Papa que se encuentra detenido en una prisión eclesiástica, no parece ser el principal responsable de la situación, aunque finalmente pueda acabar convirtiéndose en el chivo expiatorio. Aunque el vocero Federico Lombardi se obstine en afirmar que “no se sospecha de ningún cardenal, ni italiano ni extranjero”, sería muy ingenuo pensar que el mayordomo Gabriele no es apenas un eslabón menor de una cadena de conspiraciones que, como mínimo, intenta disputar el poder mirando a la sucesión de Ratzinger, enfermo, cansado y con 85 años.

Pero no se trata solamente de una lucha de poder en el interior de la institución católica, sino de las conexiones entre la Iglesia Católica y el poder político y económico en el mundo. Varias son las investigaciones periodísticas que han puesto esto en evidencia. Entre las últimas, el libro publicado hace poco más de una semana por el periodista italiano Gianluigi Nuzzi. El propio Benedicto XVI lo terminó admitiendo cuando decidió destituir hace apenas unos días al presidente del IOR (banco vaticano), Ettore Gotti Tedeschi, sospechado de manejos fraudulentos y de operaciones poco transparentes en relación con el lavado de dinero. Ratzinger procedió antes que el IOR fuera denunciado directamente por las autoridades financieras europeas.

Con la misma lógica, Benedicto XVI actuó nombrando una comisión integrada por el cardenal Julian Herranz (Opus Dei), el cardenal eslovaco Jozef Tomko, ex prefecto (ministro) de la Congregación para la Propagación de la Fe, y por el arzobispo de Palermo, Salvatore De Giorgi, para investigar las “filtraciones”. El portavoz Lombardi aseguró que esa comisión tiene plenos poderes, que reporta directamente al Papa y que puede interrogar a quien decida. Sin embargo, poco se podrá conocer de lo que allí se obtenga. Porque todo seguirá en la misma lógica del secretismo que encubre la corrupción institucional, como ha sucedido hasta el momento con tantos casos de pedofilia o con las acusaciones de corrupción económico-financiera hechas por el arzobispo Carlo María Viganó, cuyos contenidos sólo se conocieron a través de otra filtración después de que el denunciante fue separado de su cargo y “promovido” a nuncio (embajador) en Estados Unidos. ¿Y quién podría dar explicaciones acerca de las revelaciones del ultraconservador cardenal colombiano Darío Castrillón señalando –en una carta privada y personal al Papa– que el cardenal italiano Paolo Romero en su viaje a China se había extendido explicando las disputas entre Ratzinger y su segundo, el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado?

Mientras tanto, Benedicto XVI decidió reincorporar con todos los honores a los lefebvristas de la Sociedad San Pío X y está convencido de que la salvación de la Iglesia Católica pasa por la restauración y el cerrar filas hacia adentro, antes que acceder a los cambios propuestos hace ya medio siglo por el Concilio Vaticano II.

La olla se sigue destapando y el mal olor invade los pasillos institucionales de la Iglesia Católica Romana, su jerarquía y sus estructuras de poder por más que sus autoridades hagan grandes esfuerzos por disimularlo y se empeñen en negarlo. Claro está que, como lo ha señalado más de un estudioso de los temas eclesiales, esta institucionalidad eclesiástica en decadencia poco tiene que ver con la fe en Cristo y con la experiencia religiosa de tantos millones de fieles alrededor del mundo. Lo que está en crisis, lo que cruje y se derrumba es una estructura corrupta aliada con el poder económico y político que ejerce hoy la “titularidad” del mundo occidental. Seguramente porque el diablo entró sin golpear... lo invitaron a pasar.

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