EL MUNDO › OPINIóN
› Por Liliana M. Brezzo *
Cuando se divulgó la noticia del inminente juicio político al presidente Fernando Lugo llamé por teléfono a uno de los intelectuales más reconocidos en Paraguay para preguntarle su parecer sobre el desenlace de la crisis política. Me dijo: “En mi opinión, Lugo dejará de ser presidente mañana por la tarde, no precisamente por malo (lo es) sino porque nunca ha tenido mayoría en el congreso...Entiendo que, desde hacía tiempo, se tenía la mayoría parlamentaria necesaria para el juicio, pero los parlamentarios no querían asumir la responsabilidad política. Es una lástima, porque lo que viene no será mejor”. Conociendo su inclinación al escepticismo, no me convencí del todo. El viernes, en horas de la tarde, el presidente Fernando Lugo fue destituido por el Congreso por 39 votos condenatorios contra 6 absolutorios.
Mientras leía los correos que me iban llegando de colegas y amigos paraguayos vinieron a mi memoria dos circunstancias que pude presenciar en el país vecino. La primera fue cuando el 15 de agosto de 2008 tomó posesión de su cargo de presidente. Lugo, obispo católico, suspendido a divinis y líder de la Alianza Patriótica para el Cambio, había sido democráticamente elegido el 20 de abril ese año. Se descontaba que hacer de Paraguay un país más justo y menos desigual no iba a resultar una tarea para nada fácil. Entre mil prioridades tenía que llevar a cabo una reforma agraria y enfrentarse a los poderosos latifundistas, consolidar el régimen democrático que dejó atrás definitivamente la hegemonía política del Partido Colorado asociada al régimen dictatorial encabezado por Alfredo Stroessner (1954-1989) y renegociar los acuerdos sobre la represa hidroeléctrica de Itaipú para conquistar la soberanía energética. Sólo mediante avances efectivos en esos ejes, el Paraguay podría entrar en una nueva era.
La segunda circunstancia que vino a mi memoria fue la reciente algarabía que rodeó los festejos, en 2011, del bicentenario de la independencia de Paraguay. Precisamente, en el acto inaugural de las celebraciones, el presidente Lugo hizo explícito el compromiso del gobierno con el aniversario a través de un discurso en el que el Bicentenario aparecía como un momento crucial para la “construcción de un nuevo Paraguay”, un “proyecto de país que pretende reconquistar su dignidad” y diseñar el futuro compartido, acabando con los síntomas de “sometimiento, pobreza, miseria y ausencia de conciencia crítica”. En esa trama se proponía al año 2011 no como una conmemoración ritual, centrada en la exaltación de los hechos y de los protagonistas considerados nucleares para el nacimiento de la nueva nación, sino, al igual que en otros casos latinoamericanos, como un espacio para legitimar un proyecto político. Todo eso aparece hoy diluido.
Aun cuando la semana pasada, al conocerse los dolorosos acontecimientos ocurridos en Curuguaty como resultado del enfrentamiento entre campesinos y la policía, se coincidía en que se diseñaba un escenario político delicado, nadie presagiaba que con tanta celeridad se produciría la destitución de un presidente, por primera vez en la historia paraguaya. Paraguay se enfrenta a una coyuntura histórica que violenta su institucionalidad democrática. En un país en el que han prevalecido, desde comienzos del siglo XIX hasta finales del XX, sistemas políticos autoritarios, no es Fernando Lugo el que hoy ha recibido un golpe sino, nuevamente, la historia paraguaya; su democracia, la que ha sido herida profundamente.
* Conicet-Idehesi-IH. Es una de las principales historiadoras argentinas sobre el Paraguay; escribió, entre otros libros, La Argentina y el Paraguay e Historia de las Relaciones Internacionales del Paraguay. [email protected]
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