Dom 30.09.2012

EL MUNDO  › ESCENARIO

Estuvo bueno

› Por Santiago O’Donnell

Julian Assange tiene muchos enemigos muy poderosos. En los últimos cinco años su sitio web Wikileaks ha revelado millones de documentos secretos originados en más de ciento veinte países, tanto de organismos públicos como privados y hasta organizaciones religiosas del llamado tercer sector. Algunos medios cercanos a estos sectores pintan a Assange como un delincuente sexual que festeja el choreo por Internet y se regodea contando las intimidades de los ricos de puro envidioso y resentido que es.

Por eso estuvo bueno conocerlo a Assange. Saber que hay cierto método detrás de la locura, cierta dimensión ética detrás de la diversión, cierta capacidad de aprendizaje detrás de la rebeldía.

El jueves pasado se cumplieron cien días desde que Assange se asiló en la Embajada de Ecuador en Londres. Una semana antes habíamos estado con él, compartiendo más de tres horas de entrevista, en una pieza más bien apretada.

Hacía semanas que no veía la luz del sol y se notaba en la palidez de su piel, la estrechez de su mirada y la economía de sus movimientos. Sólo una vez durante toda su estadía de más de cien días había salido al balcón. El dijo que era para evitarse los paparazzi y porque “no quiero molestar a la policía”. Pero después de escucharlo da la impresión de que el no asomarse es por miedo a algo mucho peor.

Llevamos quesos y fruta y flores del Harrods de ahí a la vuelta, una especie de retribución por el café con galletitas de limón que él me había convidado durante nuestro anterior encuentro, en el Palacio de Elligham Hall, en febrero del año pasado, durante su detención domiciliaria.

Aquella vez estaba más tenso. Venía de pelearse con el New York Times y The Guardian y parecía desconfiar de todos los periodistas. Esta vez seguía alerta: no permitió fotos hasta después de dos horas de preguntas y respuestas, no permitió filmaciones de él ni fotos en las que no figurara también yo, ni fotos que mostraran detalles del interior de la embajada, ni fotos de él con terceras personas. Pero habló libremente. Y explicó cómo fueron cambiando sus relaciones con los medios y sus periodistas.

“Hicimos nuestro gran cambio después de lidiar con los grandes medios (New York Times, The Guardian, Le Monde, El País y Der Spiegel). Pasamos de hacer arreglos institucionales con los principales responsables (de las publicaciones), a trabajar de manera individual con cada periodista. Los grandes medios son naturalmente corruptos porque son tan grandes, pero hay buena gente que trabaja en ellos, entonces buscás esa gente buena y trabajás con ellos. Y a través de esa relación hacés que esa gente buena se haga más influyente dentro de sus propio medio.”

Antes de empezar a contestar, a veces se tomaba diez, veinte segundos que parecían interminables, y después arrancaba: principio, desarrollo y conclusión con hablar pausado y monocorde, acompañando el relato con gestos de las manos, casi como si estuviera leyendo de texto escrito.

Parecía inconmovible, como si su corazón latiera a un ritmo más bajo que los demás. Aún cuando denunciaba atrocidades inconfesables o grandes injusticias, nunca perdía la calma. Por eso impactó ver cómo se le humedecieron los ojos cuando terminamos con la parte formal de la entrevista pero seguimos hablando sobre su encierro delante del grabador encendido.

Acababa de agradecerle el tiempo que nos había dedicado cuando le pregunté si necesitaba algo. Lo pensó un rato y contestó con picardía: “Mantené los ojos abiertos por si te llegás a encontrar con miles de archivos del Servicio Secreto de Argentina”.

Entonces pedí sacarle una foto en el famoso balcón (la embajada ocupa el primer piso de un edificio de cuatro) y me contestó que de ninguna manera, pero agregó: “(El discurso del balcón) fue lo más interesante que me pasó. Había mil doscientas personas, ciento cincuenta policías y un helicóptero dando vueltas y salí y dije ‘wow’, y pasaron tres meses, y hasta la posibilidad de ver ladrillos distintos es muy interesante (el balcón da a una fila de edificios de ladrillos de tres pisos)”. “Llevo tres meses acá y lo que más me molesta, como a todos los prisioneros, es no ver cosas que sean distintas, salvo, por supuesto, las visitas.”

Era su manera de decir que había disfrutado nuestra irrupción en su rutina.

Se ve silencioso y suave, pero su corazón debe estar bastante pesado, se le pregunta.

“No he visto a mis hijos en más de dos años y medio”, contesta con la voz quebrada por primera vez, lágrimas brillando en sus ojos.

“¿Cuántos hijos tiene?”, pregunto, sabiendo que nunca lo había contado en un reportaje.

“Ni siquiera lo puedo decir”, contesta sollozando. “No puedo porque han tenido que cambiar sus nombres y se han tenido que mudar porque alguien amenzó con matarlos.”

¿Siente impotencia por todo lo que sabe y todo lo que desearía cambiar?

“Sí. Hay muchas cosas que no puedo decir y eso es frustrante. Necesito callarlas para proteger a mi gente y para protegerme a mí. Por ejemplo, no puedo hablar de las maniobras políticas que están ocurriendo en Suecia (donde Assange es buscado por presuntos delitos sexuales).”

Después de ponerse de pie para posar en algunas fotos, Assange se arrimó hasta el borde de una ventana. “¿Ves ahí?”, señaló con el dedo índice, extendido detrás de la cortina, apuntándole a una camioneta utilitaria blanca estacionada cruzando la calle. “Es de ellos. La policía. También hay uno ahí”, agregó, cambiando la dirección con el dedo para señalar a un agente uniformado apostado en la puerta de su edificio.

La última vez que yo había estado con Assange, en febrero del año pasado, él se había despedido con un consejo: “Tené cuidado, este lugar está lleno de espías”.

Esta vez sus palabras finales fueron de advertencia: “La vigilancia es constante, se hace las veinticuatro horas. No dejes de registrarlo”.

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