Mar 11.12.2012

EL MUNDO  › OPINIóN

Patrimonio democrático de la Humanidad

› Por Alfonso Diez Torres *

En estos tiempos convulsos, criticar a la Unión Europea parece haberse convertido en una suerte de deporte favorito de numerosos analistas, economistas y políticos, a un lado y otro del Atlántico. Para algunos, la concesión a la UE del Nobel de la Paz habría sido, a la luz de las graves dificultades económicas y del creciente descontento social en Europa, un desacierto del comité noruego. Para otros, más generosos, representaría su canto del cisne.

Más allá de la polémica, resulta llamativo constatar cómo en algunos casos parece traslucirse cierta (oculta) satisfacción ante las horas bajas que atraviesa el proyecto europeo. Complacencia acompañada, en ocasiones, de un sentimiento de alivio por no haber seguido su ejemplo. Es siempre tentador querer atribuir tal (supuesto) fracaso al intento de los países más fuertes de la UE de imponer un mecanismo de dominación a través del sometimiento de sus miembros –en detrimento del respeto de sus soberanías– a un mismo marco de políticas macroeconómicas que no responderían a sus necesidades y prioridades nacionales.

Quienes así lo entienden parecen desconocer lo que constituye una de las más singulares aportaciones de la construcción europea: la refutación del principio del beggar my neighbour (“empobrece a mi vecino”) que supuso una verdadera revolución copernicana en la historia europea al considerar al vecino no ya como enemigo real o potencial sino como socio natural. Este principio no sólo se convirtió en el germen impulsor de la integración sino que ha sido determinante para un cambio de paradigma en la política exterior europea. Si en la diplomacia clásica la seguridad de un Estado se percibía como inversamente proporcional a la prosperidad y desarrollo de sus vecinos, en lo sucesivo, la estabilidad, prosperidad y seguridad de nuestros vecinos serán también las nuestras. Este principio se ha proyectado en los sucesivos círculos de la política exterior europea: la política de ampliación de la propia UE, la política de vecindad y las relaciones con otras regiones y países del mundo, como en los casos de América latina, Mercosur o la Argentina.

Inquieta, además, esa visión de la crisis europea porque lo que parece acabar realmente cuestionando no es sólo el modelo europeo sino el de la integración regional en sí misma como respuesta a los desafíos de la globalización. En contraste, es esperanzador haber sido recientemente testigo de cómo las presidentas de Brasil, Dilma Rousseff, y de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, hacían profesión de su fe en la integración regional al expresar el convencimiento de que hoy ésta ya no es una mera opción sino una necesidad.

Las dificultades que atraviesan varios Estados miembros de la UE no se deben, como algunos argumentan, a un exceso de integración, en particular a los efectos perversos de la moneda única, sino, por el contrario, al insuficiente desarrollo de la unión económica y monetaria. Para corregir esta situación, la UE viene adoptando desde hace meses un amplio abanico de medidas tanto a corto plazo para corregir los desequilibrios que alimentan la crisis, como a medio y largo plazo para sentar las bases para la creación de una unión bancaria y fiscal dotada de una eficaz gobernanza económica común. Esta ambiciosa agenda implica necesariamente avanzar paralela y gradualmente hacia la unión política. No será fácil superar la –probablemente– mayor crisis que ha experimentado el proceso de integración europea en toda su historia, pero nadie debería albergar dudas: el proceso de integración europeo y su moneda única son irreversibles.

Es incuestionable que cada proceso de integración debe desarrollarse de acuerdo con las necesidades propias de cada región. No obstante, no sería justo dejar de reconocer el gran valor de la experiencia europea como testimonio de la capacidad de los pueblos y Estados de superar la estrechez de miras y los excesos históricos del nacionalismo. La gran aportación europea ha sido la de poner las bases de una construcción política innovadora a través de un proceso gradual de integración supranacional capaz tanto de superar las limitaciones crecientes del Estado-nación en la era de la globalización como de poner límites al concepto omnímodo de la soberanía estatal surgido de Westfalia.

Su compromiso inquebrantable con la democracia y los derechos fundamentales han llevado a hacer de la UE –en palabras del ex presidente Lula– un “patrimonio democrático de la Humanidad”. Un patrimonio construido a lo largo de seis décadas gracias al compromiso y esfuerzo de generaciones de europeos, entre las que hay que incluir también a los más de un millón de ciudadanos argentinos que lo son a su vez de la Unión Europea. La UE comparte con la Argentina el haber situado la defensa de los derechos humanos en el centro de sus prioridades. Ese entendimiento –que se expresa en una amplia cooperación en este campo– garantiza la solidez de nuestros vínculos por encima de cualquier avatar coyuntural.

El Premio Nobel que se entregó ayer, 10 de diciembre –en coincidencia con el Día Internacional de los Derechos Humanos–, debe ser interpretado no sólo como un reconocimiento de las aportaciones de la UE descriptas por el comité noruego, sino también, y fundamentalmente, como una incitación para que más allá de su legitimación histórica como un proyecto de paz, la UE sea capaz de dar una respuesta esperanzadora a las nuevas generaciones de europeos que legítimamente se interrogan, no ya por lo que hizo la UE en el pasado sino por lo que puede hacer por ellos en el futuro.

* Embajador de la UE en la Argentina.

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