Lun 01.04.2013

EL MUNDO  › EL MANDATARIO SOCIALISTA DA SIEMPRE LA IMPRESIóN DE IR EN CARRETA MIENTRAS LA CRISIS SE PRECIPITA

Hollande, más lento y más impopular

Los sondeos muestran una alta desaprobación del presidente junto a las cifras adversas del déficit público, el desempleo, el crecimiento estancado y el poder adquisitivo congelado. “¿Es todavía de izquierda?”, se preguntó un medio.

› Por Eduardo Febbro

Desde París

Algunos añoran el pasado del ex presidente conservador Nicolas Sarkozy, 40 por ciento; otros detestan el presente del socialista François Hollande, 64 por ciento. Ninguna palabra, ninguna acción modifica el rumbo del rechazo masivo de que es objeto el presidente electo en mayo del año pasado. Hollande es considerado como un mal presidente y apenas 21 por ciento de la población juzga su acción positiva. Los sondeos negativos se acumulan junto a las cifras adversas del déficit público, el desempleo, el crecimiento estancado y el poder adquisitivo congelado. Frente a la rudeza de la crisis, Francia tiene nostalgias de su antiguo jefe del Estado. La adrenalina destructora de Sarkozy convence más que la inteligencia, la lentitud pedagógica y el reformismo apaciguado de Hollande. El presidente es hoy el más impopular de toda la historia de la Quinta República y nada consigue invertir la curva del descenso. Este semana, Hollande ofreció una extensa entrevista en la televisión francesa y lo único que logró fue amplificar el rechazo: 68 por ciento de los franceses juzgaron que no estuvo convincente.

El jefe del Estado arrastra la sombra de sus propias contradicciones y no hace más que acentuar esa imagen de indefinición que sus adversarios le incriminan. En la entrevista televisada, Hollande dijo: “Ahora no soy más un presidente socialista, sino el presidente de todos los franceses”. La frase es de una ambigüedad destructora. ¿Renuncia a los ideales?

¿Repliegue táctico? ¿Posicionamiento hacia la derecha? Un enigma que se agrega a los enigmas de una acción gubernamental que está lejos, muy lejos, de haber cumplido con las promesas y las expectativas que suscitó en la campaña electoral. Una vez en el poder, el socialismo francés hizo lo de siempre, y hasta casi imitó a la derecha: se corrió al centro, buscó colmar el apetito de los mercados en una Europa donde siempre manda Alemania, prometió un arsenal de medidas para simplificar las normas destinadas a las empresas y, tempranamente, adoptó un histórico plan de austeridad y de control de los gastos acompañado por una política fiscal que hizo de los ricos y las empresas su principal fuente de recursos. Durante su intervención en la televisión, el presidente le puso nombre a la doctrina: ya no se llama de izquierda, socialista u otra cosa, sino “una caja de herramientas” para resolver la crisis. En una columna de análisis, el matutino Libération se preguntaba hace unos días: “¿Hollande es todavía de izquierda?” El mandatario da la impresión de no ser ni de derecha ni de izquierda. Esa ambivalencia ensombrece los actos positivos del trabajo gubernamental y le valen masivas campañas de desprestigio en internet: “stop Hollande” o “presidente catástrofe” son los términos que más circulan en la red cuando se trata del presidente. Cuando postuló su candidatura frente a la de Sarkozy, el entonces candidato Hollande se presentó como un hombre “normal” ante la exuberancia sarkozysta. Esa normalidad es ahora su peor atributo.

Lo acusan de lento, de no asumir los retos, de carecer de política visible, de no tener el timón del país entre las manos y de haber renunciado a cambiar la sociedad por la izquierda. François Hollande es un reformista moderado al que le falta potencia y lirismo para calmar a una sociedad que, cada día, bebe en la fuente de la crisis. El socialismo hollandista da siempre la impresión de ir en carreta mientras el país vive acuciado por la velocidad de la crisis. Sus medidas siempre parecen llegar después, al igual que la pedagogía que las acompañan.

Los editorialistas reconocen que Francia es un país muy exigente con sus presidentes. Esperan de él que sea a la vez un padre autoritario y comprensivo, un hombre de acción y de reflexión, un mago y un matemático. El semanario Le Nouvel Observateur escribió en su última edición: “En Francia, el presidente debe ser un personaje de novela: los alegatos razonables se caen al piso. Los franceses son dobles: quieren cosas concretas y también líricas; quieren contar y también soñar. Quieren a Sancho Panza y a Don Quijote”. Hollande no cumple con esos requisitos y la inconsolable Francia lo despedaza.

Con una pedagogía paciente, el presidente explica que su línea no cambiará: reformista, realista y de un pragmatismo que no deja lugar al sueño o a las mentiras líricas con las que Nicolas Sarkozy acostumbró a la sociedad. Sarkozy drogaba al país con grandes misas llenas de espejismos. Hollande recurre a la explicación razonable, a la híper realidad. Uno mentía demasiado, el otro se ciñe con exceso a la razonabilidad. Hasta se puede decir que Hollande es un hombre razonable y que la sociedad que preside no lo es. El gobierno aprobó un aumento considerable de los impuestos, cuyo costo recayó sobre los más ricos. Al mismo tiempo decidió aplicar recortes drásticos en los gastos para bajar el déficit. La derecha le exige bajar los impuestos, más desregulación y suprimir los subsidios sociales. La izquierda de la izquierda le reclama más aumentos de impuestos para las empresas y los ricos, dejar en la nada una parte de la deuda y reactivar la economía con una intervención masiva del Estado. Hollande no consigue aunar al país en torno de un proyecto común. Los sacrificios, sin sueños que los acompañen, son muy difíciles de digerir.

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