Lun 08.04.2013

EL MUNDO  › OPINIóN

Más papistas que el Papa

› Por Mariano Molina *

Cuando el miércoles 13 de marzo el Vaticano anunciaba que Jorge Bergoglio era el elegido por los cardenales para ser el nuevo papa, más allá de la obvia sorpresa generalizada, un agitado debate político se presentó rápidamente en nuestro país. Quizás habría que recordar, antes de empezar, que la Iglesia es una congregación de fe y también un actor político, para no obnubilarse con el oro vaticano. Una obviedad que parece perdida en estos días de fervor papal.

La oposición política, casi siempre encabezada por las corporaciones mediáticas, se apuró a gritar a los cuatro vientos que la elección implicaba un gran cambio para el país, que el kirchnerismo estaba acorralado y que la Argentina se transformaría de cuajo frente a este “cambio de época”, de modales y de humores. Un diagnóstico como éste muestra por un lado las limitaciones graves de una gran parte del sistema político y, por el otro, la utilización instantánea de cualquier hecho, con tal de que pueda “servir” para atacar al Gobierno.

Un amplio sector del kirchnerismo, por su parte, vivió en los primeros instantes una situación compleja, ya que un gran opositor a muchas de las políticas importantes de este proceso era elegido como primus inter pares de la religión mayoritaria de nuestro país y de América. Pero, con el paso de los minutos, las horas y los días (y quizá con la cabeza más fría) se fue intuyendo que el ahora Francisco tiene una inmensidad de tareas frente a sí. Y que, como bien dijo el periodista Luis Bruschtein, sólo una buena prensa y un gran lobby pueden ocultar uno de los hechos más dramáticos de la Iglesia en los últimos siglos: que el motivo que lleva a que Bergoglio sea actualmente Francisco es la renuncia anterior del papa Benedicto a ser el “vicario de Dios en la Tierra”, dados los problemas internos de la misma institución que hoy se estremece entre la esperanza, el olvido y la necesidad urgente de reforma. Frente a este panorama, pensar que a Bergoglio le sobra mucho tiempo para dedicarle a la vida política local es mirarse demasiado el ombligo.

Pero aun así el Papa importa en la mundana política argentina, que al fin y al cabo es lo que aquí interesa. El espacio kirchnerista ha demostrado frente a este tema un interesante grado de diversidad y debate. Si logra mantener esta amplitud en otros temas, sólo la burbuja mediática podrá insistir en que es monolítico, verticalista y hasta “soldadesco”. Pero hay cuestiones que preocupan, porque durante los últimos tiempos parecía –quizá erróneamente– que se había superado cierta sinergia entre la vida política y la religión. Porque una cosa es la chicana graciosa de una charla de bar o una asamblea y otra distinta es que se convierta en práctica política el echar mano a cierta simbología religiosa, como si su utilización fuera gratuita. He aquí una gran banalidad. La peronización o no del Papa, de un lado, y su entronización como el salvador de los problemas mundanos de la politiquería, del otro, es una actitud rechazable, porque no sólo instrumentaliza la fe, sino que simplifica el debate político, arropándolo de lenguajes que no son los suyos, pero sobre todo, obviando que entre la autoridad democrática y el modo de elección papal hay un abismo, por suerte, insalvable.

Y frente al actor político que es la Iglesia todavía quedan muchos reclamos, pero también motivos para estar en la vereda de enfrente. Porque no sólo tuvo complicidades en la dictadura militar, sino que tampoco tuvo el atrevimiento, después de casi 30 años, de hacerse responsable de sus acciones. Y también porque este actor nunca dejó de operar e influir (como buena organización política) en aquellas políticas que considera que hay que realizar en nuestro país, muchas de ellas opuestas al proceso de cambio en curso.

El fervor mediático con el Papa y su utilización política ahora intenta hacernos creer que en la ciudad de Buenos Aires teníamos a un arzobispo casi igualito a Jaime de Nevares y no nos habíamos dado cuenta; así como intenta ubicar ahora a Benedicto XVI como un intelectualoide recalcitrante y a Bergoglio como un militante popular que se embarra los pies, ocultando que se trata de las dos caras de una misma moneda en el entramado de la Iglesia: el dogma, inseparable del pastoreo.

Hay una parte de la Iglesia que tiene una reconocida militancia barrial, que llega a los rincones más pobres de la sociedad: eso se conoce de toda la vida. Pero esa militancia no la convierte automáticamente en un movimiento popular progresista o liberador. Sobran los ejemplos de sectores conservadores y derechistas con fuerte arraigo y militancia entre los más necesitados de la sociedad: la llegada a ciertos barrios, se sabe, no es exclusividad de movimientos populares ni muchas veces prioridad de alguna izquierda. El Jorge Bergoglio que conoció esta ciudad, a mi modesto entender, se acerca más a esta opción conservadora por las masas, lo que no implica desconocer ciertas posiciones con las que es imposible no acordar –como, por ejemplo, su lucha contra la trata—. Pensar que cualquier religión y mucho más, sus líderes, son una caja de herramientas de recursos políticos a la mano no sólo es peligroso: también es ingenuo.

* Periodista y docente, www.radiosudaca.com.ar

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