EL MUNDO
› OPINION
La carga del hombre blanco
› Por Claudio Uriarte
Significa el nuevo foco de atención encendido por George W. Bush sobre Liberia y Africa en general una nueva arma de distracción masiva –con respecto al pobre estado de la economía– o efectivamente marca una nueva reorientación estratégica? Posiblemente. ambas cosas. Porque, por un lado, las estridentes demandas de Bush para que el hasta ayer ignoto Charles Taylor dejara el poder se produjeron la misma semana en que 39 Estados norteamericanos amanecieron al borde de la quiebra, y en el que el desempleo subió a su nivel más alto en nueva años (6,4 por ciento), pero, por otro lado, también ocurrieron en anticipo de la gira que Bush inicia en Africa este lunes, y mientras se filtraba un nuevo plan del Pentágono para reforzar los vínculos militares con Marruecos y Túnez, ganar acceso a bases a largo plazo en Argelia y Mali y acuerdos de reaprovisionamiento de combustible para aviones con Senegal y Uganda (ver nota contigua). Bush puede estar sobreactuando gravemente de vuelta en su celo cristiano y su representación misionera de “la carga del hombre blanco” (por la misión redentora que Rudyard Kipling atribuía al imperialismo británico), pero es evidente que hay algo más serio en el trasfondo de sus payasadas, que parece tener bastante que ver con la colonia militar instalada en Irak y los nuevos enclaves de poder norteamericano en las ex repúblicas soviéticas de Asia Central.
¿Qué es Africa hoy? Después de la caída del imperio soviético, y del fin del apartheid en Sudáfrica, el continente pareció desaparecer del mapa político internacional. Esto era porque el fin de la confrontación bipolar, en que dos superpotencias se medían y disputaban en casi cada centímetro cuadrado del planeta, devaluó –en sentido tanto literal como figurado– todos los sitios previamente considerados estratégicos. Eso ayudó parcialmente a la caída de algunas tiranías –como la de Mobutu Sese Seko en el ex Zaire, hoy Congo, que había sido asiduamente festejado por Washington y otras capitales occidentales como baluarte anticomunista–, así como al realineamiento de algunos países –como Angola, que sigue bajo el mismo gobierno prosoviético que emergió de la guerra civil de 1975, pero disfruta ahora de privilegiadas relaciones petroleras con Estados Unidos–. Pero lo que puso a la región bajo una luz relampagueante fueron tres hechos que ocurrieron con siete años de diferencia: el fracaso de la intervención norteamericana en Somalía en 1992 y la voladura simultánea de las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania en 1999. Somalía, Kenia y Tanzania forman la parte norte de la línea costera de Africa Oriental con el Océano Indico, al sur de las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, y la región fue revelándose cada vez más como una de las retaguardias estratégicas de la red Al-Qaida de Osama bin Laden. De allí que se teorizara sobre la importancia de los “Estados fallidos” como focos de preparación del terrorismo: lugares sin ley –el ejemplo más claro es Somalía–, donde la autoridad del Estado no significa nada y el poder oscila en las luchas de unos señores de la guerra más o menos pintorescos y violentos. Afganistán en el período que siguió a la intervención soviética, y que fue previo al establecimiento de los talibanes, cuadra con esta descripción; hoy hay muchos países de Africa –como Sierra Leona, Costa de Marfil, Zaire, Sudán y la misma Liberia–, que comparten, con diferencias de grado, esa condición.
En este contexto, los asesores electorales de Bush le aconsejaron que subiera el tono con Liberia, irónicamente una república formada por esclavos norteamericanos libertos. Y empezó a sonar la posibilidad de una intervención estadounidense, que según se dijo luego formaría parte de una fuerza de intervención internacional integrada por un núcleo de los vecinos más cercanos de Liberia más Marruecos y Sudáfrica. De entrada, pareció un gesto vacío de sustancia, reminiscente del pobre antecedente somalí, así como de otras “intervenciones humanitarias” de la era Clinton –como Haití y Bosnia–. Pero puede estarse en el caso en que unasimulación con fines propagandísticos y electoralistas empalme o por lo menos comparta fronteras con un nuevo diseño geopolítico a largo plazo: no otra cosa fue, al menos en un primer momento, la encendida retórica de guerra de George W. Bush contra Irak en la segunda mitad del año pasado. De estarse ante una instancia parecida, los acontecimientos deberían sucederse rápidamente. Y la pregunta es el rol que jugará Sudáfrica, seguro polo de la oposición al refuerzo de la presencia estadounidense en la zona.