EL MUNDO
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El fantasma del impeachment
› Por Claudio Uriarte
El fantasma del impeachment
El contragolpe de la CIA a la Casa Blanca era predecible (y, en rigor, fue anticipado en este espacio hace siete días). Después de todo, ninguna institución toma a la ligera que la acusen precisamente de cometer el pecado contra el que advirtió reiteradas veces: la certificación de autenticidad del falso informe sobre las compras de uranio de Saddam Hussein en Níger. Pero, detrás de la secuencia inaugurada por la delegación por George W. Bush en la CIA de la responsabilidad de incluir esa acusación en su discurso del Estado de la Unión, continuada por la rápida admisión de culpa por George Tenet, director de la agencia, y culminada (por ahora) con la multiplicación de filtraciones que indican que la CIA alertó contra ese informe por lo menos cuatro meses antes de que Bush pronunciara las fatídicas 16 palabras, hay una intriga mayor desplegándose en Washington, que inicialmente apunta contra el Pentágono, pero que podría llegar a derivar en llamados a un impeachment. De hecho, esa palabra está ahora como suspendida en el espacio, a la espera del valiente que se anime a pronunciarla por primera vez.
El eje del asunto empieza en una relación particularmente compleja entre el Departamento de Estado y el Pentágono. Tradicionalmente, ambas agencias tienden a desempeñar los roles opuestos en la política externa norteamericana, lo que se deduce de sus distintas funciones específicas: el Departamento de Estado, como Cancillería norteamericana, es el que debe “vender” la política exterior estadounidense ante el mundo, lo que lo hace más sensible a las inquietudes de sus “compradores” y, por lo tanto, a veces una embajada de los compradores ante el vendedor; el Pentágono, en cambio, que tiene como responsabilidades la defensa y la guerra, suele exponer la posición más unilateral y dura. Pero en la administración Bush, esa rivalidad se ha acentuado al punto de que ambas agencias representan distintas y opuestas políticas exteriores: el Departamento de Estado, por ejemplo, hizo todo lo posible para desalentar la invasión a Irak, que fue impulsada entusiastamente por el Pentágono. Nada casualmente, después de las filtraciones de la CIA esta semana, el Departamento de Estado agregó su grano de arena dejando trascender que él también había hecho llegar al presidente sus dudas sobre el informe de Níger.
Pero el asunto no acaba allí. Donald Rumsfeld, el jefe de los halcones civiles del Pentágono, se encuentra bajo constante asedio de los generales a partir de una irritativa reforma que quiere realizar en las Fuerzas Armadas. Y Colin Powell, el secretario de Estado, es él mismo un general retirado, prestigioso, tenazmente opuesto a las reformas militares y a las tesis imperialistas de Rumsfeld, y por lo tanto constituye un referente de los generales en actividad que detestan al jefe del Pentágono. La trama de intereses no se detiene allí: la mayor parte de los senadores y representantes clave de los Comités de Fuerzas Armadas de ambas cámaras son aliados naturales de los generales y de proyectos militares que datan de la Guerra Fría, y que Rumsfeld querría eliminar. Eso es porque muchos de esos proyectos se construyen en y llevan trabajos a los Estados que representan esos legisladores. Entonces, no es casual que el primer apriete serio a Rumsfeld proviniera, el 10 de julio último, del Comité de Fuerzas Armadas del Senado.
Porque los generales odiaron desde el primer momento el plan minimalista de invasión de Irak como lo quiso Rumsfeld, y no se privaron de hacerlo saber siempre que la campaña se encontró en dificultades. La primera vez fue en plena invasión, cuando las fuerzas anglonorteamericanas enfrentaron una resistencia más tenaz que lo esperado en las ciudades del sur del país. “Rumsfeld quiso una guerra barata, y eso es lo que tiene”, dijeron. Ahora, con una resistencia que no cesa dentro de Irak, vuelven a la carga. Entretanto, el general Tommy Franks, el hombre de paja que Rumsfeld había elegido para ventrilocuizar su doctrina, no pudo soportar la presión de sus camaradas y decidió anticipar su retiro como jefe del Comando Central. Lo sucedió el general John Abizaid, quien en su primera conferencia de prensa esta semana contradijo declaraciones anteriores de Rumsfeld al afirmar que las fuerzas estadounidenses enfrentan en Irak una guerra de guerrillas.
Pero más allá de esta intriga, es difícil imaginar cómo la crisis pueda evitar salpicar al presidente. Después de todo, Bush no es un visitante ocasional a la Casa Blanca, ni su discurso del Estado de la Unión –que desencadenó cientos de muertes norteamericanas y miles de muertes iraquíes– puede homologarse al del príncipe Carlos inaugurando una exposición de flores. Si el pasaje maldito fue autorizado por la CIA, Rumsfeld, Dick Cheney o la Madre Teresa, fue Bush quien lo pronunció. Y tarde o temprano deberá dar cuenta de ello.