EL MUNDO › OPINION
› Por César Rodríguez Garavito *
¿Qué hacer para que las grandes empresas mineras o farmacéuticas cumplan estándares exigentes de derechos humanos alrededor del mundo, como lo tienen que hacer en sus países de origen? ¿Cómo evitar que marcas como Zara y Gap lucren con las inaceptables condiciones laborales de las fábricas de ropa en Bangladesh? ¿Cómo estimular las prácticas empresariales respetuosas de los derechos y sancionar las que los violan?
Aquí está uno de los principales retos de la justicia global, sobre el que giró un importante evento organizado por el grupo de trabajo de la ONU sobre Empresas y Derechos Humanos, celebrado hace pocas semanas en Medellín, Colombia.
Durante 65 años, la comunidad internacional ha impulsado un marco jurídico que obliga a los Estados a garantizar los derechos humanos. Pero en la economía global, muchos de los actores más poderosos no son Estados, sino empresas. Cuando se comparan las ventas de las compañías multinacionales con los PBI de los Estados, se encuentra que 51 de las 100 economías más grandes del mundo son empresas. Por ejemplo, si Walmart fuera un Estado, sería tan pudiente como Suecia, y superaría a 170 países, incluidos todos los latinoamericanos, salvo Brasil y México. La petrolera Shell sería tan rica como Austria, por encima de 160 Estados.
Con el poder, viene el riesgo de abusar de él. Walmart es conocida por sus bajos salarios y sus tácticas antisindicales. Shell ha sido llevada a juicio en EE.UU. por acusaciones de complicidad con graves violaciones de derechos humanos en sus campos petroleros de Nigeria.
El problema es que no existe un tratado internacional que regule la responsabilidad de las empresas por este tipo de violaciones. La respuesta de la ONU y la comunidad internacional fueron los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos, adoptados en 2011. Redactados por el profesor de Harvard John Ruggie, ofrecen una guía muy útil sobre las obligaciones de los Estados y las empresas.
Aunque no son un tratado, los Principios son un avance importante hacia la fijación de estándares y procedimientos que –con la participación de los Estados, las comunidades afectadas, las empresas y las ONG– pueden evitar violaciones de derechos humanos, y sancionarlas cuando ocurran. Para continuar la tarea, la misma ONU nombró a un grupo de trabajo compuesto por cinco miembros. Por Latinoamérica, participa la experta colombiana Alexandra Guáqueta, ex directora de Estándares Sociales de la compañía carbonífera Cerrejón.
De ahí la importancia del evento en Medellín. Y las preocupaciones que surgen por lo que allí pasó. En lugar de un diálogo equilibrado entre todos los afectados, la consulta organizada por el grupo de trabajo resaltó las voces de las empresas y dejó muy poco espacio para las comunidades afectadas y las ONG que trabajan con ellas. Entre los 47 panelistas, el 43 por ciento venía de empresas o firmas de consultoría corporativa, mientras que sólo el 10 por ciento venía de comunidades u ONG de derechos humanos. Un 26 por ciento provenía de gobiernos de la región y un 21 por ciento de la ONU. Junto con el formato del evento, que permitía ignorar las preguntas difíciles para las empresas, el desbalance confirma la preocupación sobre la parcialidad del grupo de trabajo, que ya había sido evidente en el primer foro global que había organizado en Ginebra en 2012.
Sería lamentable que al grupo de trabajo, diseñado para fortalecer los principios de la ONU, les resten credibilidad. Para evitarlo, es esencial el involucramiento de los Estados que, como la Argentina, jugaron un rol decisivo en la adopción de los Principios Rectores y pueden ayudar a reorientar la labor del grupo de trabajo. La ocasión ideal es el segundo foro global sobre el tema, en diciembre de este año en Ginebra. Aún hay tiempo de corregir el rumbo.
* Director internacional del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia), Colombia.
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