EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Joaquim Barbosa, el cada vez más polémico presidente del Supremo Tribunal Federal brasileño, no se cansa de demostrar que se siente dueño absoluto no sólo del concepto de Justicia, sino del mismo Poder Judicial del país. Luego de conducir un largo juicio mediático plagado de innovaciones, a empezar por condenar al menos a dos altos dirigentes políticos sin prueba alguna, ahora decidió intervenir directamente en el trato dispensado a los condenados que desde hace una semana están en la cárcel. El blanco preferencial de la saña discriminatoria de Barbosa es evidente: José Dirceu, uno de los más consistentes cuadros políticos de la izquierda, y José Genoino, un ex guerrillero de los años ’70 que luego ayudó a fundar el Partido de los Trabajadores (PT) y llegó a presidirlo.
Ejerciendo solitariamente el poder de adoptar decisiones que deberían ser tomadas por el colegiado del Supremo Tribunal Federal, Barbosa expidió, en el feriado del 15 de noviembre –día de la proclamación de la República en Brasil–, las órdenes de prisión.
Lo hizo de manera tan irregular que la Policía Federal, responsable por ley a cumplirlas, no sabía ciertamente qué hacer con los condenados, que se presentaron voluntariamente. Luego, en lugar de comunicar formalmente sus órdenes al juez federal encargado de determinar el destino de los presos, Ademar Vasconcelos, de la Justicia de Brasilia, prefirió informar a Bruno Ribeiro, el juez sustituto.
Ni un acto ni otro se debe a alguna falla en la formación profesional de Barbosa. Como luego se pudo comprobar, cada movimiento es parte de un plan personal de escarnio.
Al no especificar en el mandato de prisión que algunos inculpados –no por coincidencia o descuido, Dirceu y Genoino entre ellos– están condenados al régimen semiabierto, o sea, pueden reivindicar el derecho de trabajar por el día y dormir en la cárcel, hizo que todos fuesen conducidos a una penitenciaria con régimen de prisión cerrada.
El país entero sabía, Barbosa inclusive, que José Genoino sufrió, el pasado julio, una cirugía cardíaca de alto riesgo y ocho horas de duración. Y que al mes tuvo una isquemia cerebral. Al expedir de manera incompleta la orden de detención, forzó a Genoino a un vuelo a Brasilia y a una larga e inexplicable espera hasta ser conducido al presidio. Fue necesario que la salud del preso empeorase, a punto de ser trasladado de urgencia a un hospital para que Barbosa finalmente permitiese que fuese conducido a prisión domiciliaria en casa de su hija, en Brasilia.
Ahora, el magistrado aprovechó el fin de semana para determinar que el caso de los condenados quede en manos del juez sustituto y no de su titular, como sería obvio.
Una vez más, no se trata de ningún descuido: Bruno Ribeiro es hijo de un dirigente del PSDB, mayor partido de oposición al PT. Y, a la par de sus funciones públicas de juez, da clases en el Instituto Brasiliense de Derecho Público, una entidad privada que tiene entre sus dueños a Gilmar Mendes, otro representante máximo de la truculenta ala de la Corte Suprema brasileña dispuesta a atropellar principios básicos de la Justicia.
Ser hijo de un dirigente de oposición quizá no sea motivo para poner en duda la capacidad de actuar de manera imparcial de Bruno Ribeiro. Pero ser el juez encargado de dictar las reglas de prisión de políticos de alto coturno y, al mismo tiempo, ser empleado de un ministro del Supremo Tribunal Federal parece un tanto raro.
Mientras prosigue con un proceso de linchamiento moral de los dirigentes políticos que fueron condenados en un juicio mediático, que bajo muchos aspectos transformó la Corte Suprema brasileña en un tribunal de excepción, Joaquim Barbosa abre espacio para una futura carrera política. Es, al menos por ahora, una especie de ídolo de las clases medias más retrógradas y mal informadas.
Víctima de un grave y permanente surto de soberbia, parece olvidarse de que la misma mano que hoy aplaude puede, mañana, tirar piedras. Ofuscado por el poder, quizá no se haya dado cuenta de que en los medios jurídicos brasileños, con el respaldo de altos iconos del clan de juristas del país, inclusive algunos notoriamente conservadores, empiezan a surgir comentarios sobre el riesgo que corre de sufrir un proceso legal que termine por declarar su impedimento para seguir sentándose en la silla de ministro de la Corte Suprema.
Una silla, dicho sea de paso, que él cree ser el trono supremo hecho a medida para que ejerza el rol de dueño y señor de la Justicia en el país.
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