EL MUNDO › OPINIóN
› Por Agustín Lewit *
Venezuela ocupa, desde hace algo más de una década, un punto neurálgico de la geopolítica continental. Fue allí, en esa nación medio caribeña y medio sudamericana, donde a fines de la ine-
fable década de los noventa comenzó a abrirse la grieta por donde se colaría desde entonces la posibilidad de un nuevo tiempo, no sólo para dicho país, sino para gran parte de la región. Desde su consolidación, dicho proceso ha fungido real y simbólicamente como el motor de lo que –asumiendo los riesgos de toda generalización– llamamos una nueva época en el subcontinente. Por ocupar ese centro, es allí, en su incierto y convulsionado presente, donde se dirime también gran parte del futuro regional.
Lo dicho no es ni por asomo una exageración: así como la Revolución Bolivariana operó como la condición de posibilidad de muchos de los nuevos procesos regionales, un derrumbe de la misma –sea cual fuere la manera– significaría sin dudas una puesta en peligro de todas esas experiencias. Basta imaginar, por caso, a la Unasur o la Celac sin la participación venezolana tal como ocurrió hasta entonces. Ni hablar de bloques como el ALBA o Petrocaribe, de fundamental apoyo para muchas naciones caribeñas y cuyo funcionamiento depende de manera crucial del gobierno de Maduro.
Pero también Venezuela, por ser quizás el proceso donde las contradicciones han quedado más expuestas y tensionadas, proyecta de manera potenciada fenómenos presentes en el resto de las experiencias políticas surgidas en los últimos años en la región.
Por un lado, los violentos acontecimientos de las últimas semanas nos hablan otra vez de la exasperación de una derecha que no encuentra las vías electorales para acceder al poder y apela, por ello mismo, a acciones destituyentes. Siempre es bueno recordar los 18 triunfos del chavismo sobre las últimas 19 elecciones y los diez puntos a favor que obtuvo en los últimos comicios municipales, de hace apenas dos meses; es decir, es una fuerza que se presenta hasta ahora francamente invencible en las urnas. También los últimos días han vuelto a desnudar otra verdad perogrullesca, replicada en el resto de los escenarios de la región: el destacado papel que cumplen los medios de comunicación, tanto nacionales como internacionales, en los intentos de desestabilización, operando como caja de resonancia de la ira de sectores minoritarios y construyendo, mediante obscenas distorsiones y montajes mediáticos, escenarios bastante alejados de la realidad. Es cierto que los sectores populares venezolanos tienen algunos reclamos hacia el gobierno, sobre todo vinculados con las dificultades para adquirir ciertos bienes básicos. Pero el sujeto por excelencia de estas nuevas jornadas violentas ha provenido sin lugar a dudas de los barrios más acomodados de los grandes centros urbanos, conocidos localmente como “el sifrinaje”.
Y, finalmente, la figura de Leopoldo López y sus vínculos con EE.UU. echaron nuevamente luz sobre la silenciosa –y a veces no tanto– injerencia del país del Norte en la región, que se mueve estratégicamente brindando apoyo financiero a los distintos opositores locales. Conviene no soslayar aquí el dato de que Venezuela posee la principal reserva comprobada de hidrocarburos del mundo, siendo el tercer abastecedor de crudo de la nación estadounidense. Con ese antecedente deben leerse las recientes declaraciones de Obama y su secretario de Estado, manifestando “profunda preocupación” por la violencia en Venezuela.
Desde un plano más general, los últimos acontecimientos en la patria chavista confirman lo que parecería ser a esta altura una regla implícita de la política latinoamericana contemporánea: si los gobiernos conservadores tienen que convivir siempre con un cierto nivel de protesta social, los gobiernos progresistas, por su parte, se encuentran condenados a vivir con el acecho constante de la derecha, la cual –con formas más o menos explícitas, dependiendo de la coyuntura política de cada país– termina encauzando su accionar en intentos de desestabilización, potenciados por el accionar de los medios y por el gran dominio que estos sectores poseen aún sobre los distintos mercados. Esa actitud constante de las fuerzas conservadoras marca el verdadero desafío para todos los gobiernos que se encuentran batallando por alterar las bases de sus realidades: cómo avanzar transformando la realidad y hacer frente a una resistencia que siempre amenaza con desbordarse y llevarse puesto al sistema democrático mismo. En definitiva, es la propia capacidad de la democracia de conjugar inéditas experiencias de transformación con fuerzas que se resisten al cambio por todos los medios la que está en juego. Las últimas semanas le han enrostrado con furia esta situación al gobierno de Maduro, quien dio algunos indicios de haber comprendido su gravedad. En ese sentido, la apertura de diálogos con algunos sectores de la oposición parece avanzar en la búsqueda de ese difícil y contingente equilibrio, tan necesario para Venezuela como para el resto de la región.
* Investigador del Centro Cultural de la Cooperación.
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