EL MUNDO › OPINION
› Por Eduardo López y
Mariano Denegris *
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, son mal educados y desprecian la autoridad, no respetan a sus mayores, pierden el tiempo mientras deberían trabajar, los jóvenes ya no se ponen de pie ante los mayores, contradicen a sus padres y les faltan el respeto a sus maestros.”
Diálogos, Platón y Sócrates, 470 a. C.
“Ya nadie comprende / si hay que ir
al colegio
/ o habrá que cerrarlos / para mejorar...”
E. S. Discépolo, 1931
“Si mando a mi hijo a la escuela pública se recibe de piquetero.”
L. Majul, 2014
Los resultados de determinadas pruebas estandarizadas indican que nuestro país ha descendido en los rankings de “calidad educativa” en los últimos años. La difusión de estos índices se ha convertido en evidencia incuestionable para afirmar que “la educación está cada día peor”. Esta idea, atornillada al sentido común, es solidaria de aquella que sostiene que los chicos y jóvenes de hoy son peores que los de ayer.
Sin embargo, quienes creemos en la educación para la transformación, la democracia y la igualdad en la diversidad debemos animarnos a discutir con esta idea de que la educación de hoy está peor que la de antes. Porque todo intento por realizar las necesarias transformaciones del sistema educativo nace derrotado si idealiza al pasado y renuncia a la esperanza del presente y el futuro.
Todas estas mediciones de calidad estandarizadas no toman en cuenta un rasgo a nuestro juicio esencial para evaluar un sistema educativo: su grado de inclusión. Es decir, para estas pruebas, por caso las PISA, da igual que el sistema educativo sujeto a medición tenga muy pocos estudiantes de elite y quede por fuera la inmensa mayoría de la sociedad o incluya a todos y aumente progresivamente los niveles de escolarización. Como señalara oportunamente la secretaria general de Ctera, Stella Maldonado, al conocerse los últimos resultados de PISA: “Curiosamente sucede que la ciudad de Shangai, que tuvo una muestra de 25 escuelas, queda muy por encima de Finlandia, que claramente tienen un sistema educativo igualitario e integrado, y que Argentina, que tiene 1,6 por ciento de analfabetos, queda por debajo de Brasil, país en el que aún hay 8,6 por ciento de analfabetismo”.
Y esto no es casual, los sectores que promovieron hace algo más de una década las reformas educativas neoliberales que fracasaron en todo el continente –Chile fue el caso extremo–, dicen hoy que la mayor inversión educativa de los últimos años es “plata tirada a la basura”, puesto que no mejoraron los índices de calidad. Para ellos no importa que niños, niñas y adolescentes estén afuera o adentro de la escuela. En esa inclusión se “tiró la plata”, léase el aumento de la inversión educativa del dos por ciento a más del seis del PBI. Es cierto, la inclusión no garantiza la educación de calidad, pero la exclusión asegura su ausencia. En otras palabras, para nosotros la inclusión es la condición necesaria, aunque no suficiente, para empezar a discutir la calidad.
El otro elemento pasa, precisamente, por debatir “la calidad”. No existe algo así como una “calidad” aséptica de la educación. Es a partir de fines políticos, económicos y sociales que una sociedad se pone objetivos educativos, establece qué perfil de egresado quiere, qué conocimientos privilegia, qué rasgos institucionales les da a sus escuelas, etcétera. Si un modelo estatal desprecia la forma de vida democrática puede que crea que la escuela autoritaria de los años ’60 y ’70 era de mayor calidad. Si un proyecto de país destruye su industria y pone su economía al servicio del capital financiero puede que la reforma menemista que eliminó la educación técnica sea vista positivamente. Es evidente que tenemos una gran tarea por delante para hacer de la educación pública un espacio mucho mejor. Pero debemos tener en cuenta que la calidad constituye un valor en discusión vinculado a qué proyecto de país construimos. Y no sólo de país. También debe abordarse regionalmente esa discusión. Así como el abandono de las recetas neoliberales en economía supuso la ruptura con la dependencia de los organismos internacionales de crédito, para quebrar la dependencia cultural y educativa es necesario abandonar estas pruebas diseñadas por los intereses de mercado internacional y, como lo venimos exigiendo desde Ctera, cumplir con lo acordado en la Comisión de Educación del Mercosur: crear un sustituto de evaluación regional y construir parámetros propios que reflejen nuestras realidades.
Sin asumir que la calidad educativa es siempre producto de disputas y consensos políticos, económicos y culturales, sólo estaremos regalándoles a los poderosos un caballito de batalla para atacar la inversión y responsabilidad estatal en educación.
Sería loable que desde los medios masivos se den los espacios para aportar al debate no sólo bajo el subtítulo “conflicto docente” o insistiendo en la estigmatización de los estudiantes. A los trabajadores de la educación nos gustaría participar de ese debate y comunicar las experiencias educativas que desarrollamos en las escuelas públicas de todo el país y habitualmente no tienen pantalla. Esperamos que esta discusión propia de la democracia pueda trascender los paneles de los realities obligados del mes de marzo.
* Secretario general y de Prensa de UTE, respectivamente.
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