EL MUNDO › OPINIóN
› Por Boaventura de Sousa Santos
En el período posterior al 25 abril de 1974, la mistificación política nunca alcanzó los niveles actuales. La mistificación consiste en hacer creer a alguien una mentira como si fuera verdad. La mentira es que el proceso de la troika terminó con éxito, que Portugal goza hoy de mejores condiciones para desarrollarse como país europeo y que la reforma del Estado propuesta garantiza la creación de una sociedad más equitativa. Que el éxito de la troika sea la otra cara de la hecatombe social que abate a los portugueses empobrecidos; que las nuevas condiciones de desarrollo sean las típicas de un país subdesarrollado (emigración, trabajo y vejez sin derechos), que habíamos dejado de ser; que la reforma del Estado propuesta sea aquella que los países latinoamericanos rechazaron durante los últimos quince años precisamente para construir sociedades más equitativas –nada de esto es relevante para los medios de comunicación o entra en el discurso político. Cuando el país vive un momento político idéntico al del verano caliente de 1975, sólo que en la dirección política opuesta, el Partido Socialista (PS), sin el coraje de entonces, exige que se haga público el contenido de la declaración de intenciones con la que se concluyen los trabajos de la troika. No se trata de enfrentar la mentira con la verdad, sino más bien de certificar que la mentira es verdadera. Con razón, el primer ministro, Passos Coelho responde que la declaración no contiene nada nuevo ni extraordinario. Basta consultar la letter of intent de Irlanda del 29 de noviembre de 2013. La carta es la expresión del compromiso del país de aceptar como verdades las mentiras mencionadas y de actuar en conformidad a lo largo de las próximas décadas.
Para entender la fuerza de la mistificación en curso es necesario situar el momento actual en un contexto histórico más amplio. Tal vez por ser durante siglos una entidad frágil frente el Imperio Otomano, Europa siempre fue muy celosa de sus centros, que idolatró, y desdeñosa de las periferias, que demonizó. A principios del siglo XIX, el canciller de Austria, Metternich, pronunció una famosa frase: “Asien beginnt an der Landstrasse” (“Asia comienza en la Landstrasse”), que entonces era una calle de los suburbios de Viena. Allí vivían los emigrantes de los Balcanes que, obviamente para los austríacos, no eran europeos. Para entender esto conviene retroceder unos siglos más y observar la relativa rigidez histórica de las relaciones entre centros y periferias en Europa. Un centro mediterráneo que no duró más de un siglo y medio (siglo XVI y mitad del siglo XVII) fue suplantado por otro que duró mucho más tiempo y tuvo un mayor impacto estructural. Este último fue un centro con raíces en la Liga Hanseática de los siglos XII y XIII, un centro orientado hacia el Atlántico norte, hacia el mar del Norte y el Báltico, abarcando las ciudades del norte de Italia, Francia, Países Bajos y, en el siglo XIX, Alemania. Un centro siempre rodeado de periferias: en el norte, los países nórdicos; en el sur, la Península Ibérica; en el sureste, los Balcanes; en oriente, los territorios considerados feudales (el Imperio Otomano y la Rusia semieuropeizada desde Pedro, El Grande). Tras cinco siglos, únicamente las periferias del norte tuvieron acceso al centro, el mismo centro que hoy es el corazón de la Unión Europea.
Este dualismo está más arraigado en la cultura europea de lo que se podría pensar y puede explicar bien algunas de las dificultades sobre la manera en que la actual crisis está siendo abordada. Lo que parece ser sólo un problema económico y financiero también es un problema cultural y sociopsicológico. Un ejemplo puede ayudar. Entre los siglos XV y XIX hubo muchos relatos de viajeros y comerciantes del norte de Europa sobre los portugueses y los españoles, así como sobre las condiciones de vida predominantes en el sur de Europa. Lo más sorprendente es que estos relatos atribuyen a portugueses y españoles las mismas características que, en la misma época, los colonizadores portugueses y españoles atribuían a los pueblos “primitivos” y “salvajes” de sus colonias. He aquí algunas citas ilustrativas del siglo XVIII: “El portugués es perezoso, nada industrioso, no aprovecha las riquezas de su tierra, ni tampoco sabe vender las de sus colonias”; “los portugueses son altos, agraciados y robustos, en su mayor parte muy morenos, lo que resulta del clima y más aún del cruce con negros”. Es decir, el mestizaje, que los portugueses consideraban la marca benevolente de su colonización, se volvió en su contra mediante el prejuicio colonial y racista. Cuando hoy leemos en la prensa alemana noticias y comentarios acerca de los países del sur de Europa, es fácil comprobar que el prejuicio colonial y racista todavía está muy presente.
En el caso específico de Portugal, su condición de país periférico en Europa ha tenido hasta ahora tres fases. El momento europeo de rechazo (1890-1930) fue concomitante a la división de Africa al final del siglo XIX (Conferencia de Berlín, 1884-1885, el ultimatum británico de 1890), con la intención de dejar claro que Portugal era un país sin ningún poder para influir en el momento imperialista de Europa, a pesar de ser el detentor del mayor y más antiguo imperio colonial. Portugal era el centro de un imperio integrado en otro mucho más grande, del que el imperio portugués era sólo una periferia. El segundo momento parecía de signo opuesto. Ocurrió a finales del siglo XX, teniendo como precedente de la Revolución del 25 de abril 1974 y, como inicio, la adhesión a la entonces Comunidad Económica Europa en 1986, hoy la Unión Europea (1974/1986-2011). Fue un momento exultante tanto para las élites portuguesas como para los portugueses que confiaron en ellas. Portugal había sido finalmente aceptada por Europa tras siglos de rechazo y ahora, en pleno fin de la historia, sólo cabía esperar la plena convergencia con el centro desarrollado de Europa. Y el movimiento de convergencia pareció ser real hasta el año 2000. Digo “pareció” porque datos fiables del Deutsche Bank (Discussion Paper Nº 28/2013) muestran que en los últimos cuarenta años no hubo ninguna convergencia significativa de rendimientos dentro de la UE, a pesar de que puedan identificarse algunas variaciones. Después del año 2000, la ignorancia militante de nuestros gobernantes y la insidiosa penetración del neoliberalismo en el corazón de las instituciones europeas hicieron que las corrientes subterráneas de la historia volviesen a la superficie. El tercer momento europeo, iniciado con la llegada de la troika y concluido con su salida (2011-mayo de 2013), parecía ser desde el comienzo un nuevo momento europeo de rechazo disfrazado de aceptación, pero acabó siendo el momento de rendición con prisión preventiva y salidas precarias. Del Deutsche Bank al FMI, los informes son unánimes en mostrar que Portugal, lejos de converger, seguirá divergiendo de la Europa desarrollada. Es decir, el objetivo de integración en la UE ha fracasado, un fracaso que, con dosis brutales de mistificación, se presenta como éxito. Después de la guerra de Vietnam, nunca una derrota se disfrazó tan bien de victoria. Dada su nueva condición, Portugal, para no estorbar, debe ser mantenido dentro, aunque desde las afueras, y vigilado.
Portugal sale seguro de Europa sujeto por la cuerda del euro y del tratado presupuestario. No puede ir muy lejos. Ocupará un pequeño lugar en el umbral de las puertas de Europa, un país sin abrigo por donde pasarán regularmente las furgonetas de la sopa humanitaria. ¿Es digno de nosotros, como portugueses y europeos, que no haya alternativas a este estado de cosas? Por supuesto que no. ¿Está el actual sistema político-partidario en condiciones de explorar estas alternativas? Claro que no. Como en democracia siempre hay alternativas, ¿el actual régimen es democrático? No. ¿Hay alternativas democráticas, ya sea a escala nacional o europea, a este régimen autoritario? Claro que sí. Para ello, es necesario que la “Balsa de piedra” de Saramago, tan premonitoria, se desvíe lo suficiente para romper la cuerda o forzarla a dar más margen de libertad al movimiento de la balsa. No hay que olvidar que los perros son los mejores amigos del hombre. El perro de Saramago, Constante, en el momento crucial de decidir, optó por la Península Ibérica.
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