EL MUNDO
› OPINION
La deportación de Josef K.
› Por Claudio Uriarte
De momento, el “acuerdo de principio” del gabinete israelí para expulsar de Cisjordania a Yasser Arafat se parece bastante al comienzo de la novela El Proceso, de Franz Kafka: Josef K. es detenido, pero eso no significa ninguna alteración de su rutina ni de su libertad de circulación; en el caso de Arafat, y por ahora, es simplemente que el gabinete se autoriza a sí mismo la posibilidad de deportarlo cuando quiera, lo que nunca estuvo en cuestión, y que es como decir que un individuo cualquiera se reserva la posibilidad de suicidarse o de comprarse un auto en el futuro, lo que tampoco estuvo nunca en cuestión. Por eso, el “acuerdo de principio” parece una decisión tomada menos hacia afuera que hacia adentro, un acuerdo transaccional entre una gama de ministros que va desde quienes quieren preservar a Arafat en la prisión domiciliaria de facto en que ha estado desde hace dos años hasta quienes preferirían matarlo. Viene a ser un nuevo “centro”. Pero que esto sea un “centro” da testimonio tanto del endurecimiento de la política israelí como de la posibilidad de su concreción. Después de todo, también el ex ultraderechista Ariel Sharon terminó resignificándose como “centro” después del lanzamiento de la segunda Intifada, y su mano estuvo decisivamente en el “acuerdo de principio” transado la semana pasada. Conviene, por eso, analizar qué significaría una deportación de Arafat.
En principio, y desde el punto de vista israelí, una deportación podría justificarse bajo la figura del derecho laboral de incumplimiento de contrato, permitiendo un despido sin indemnización. En efecto, Arafat y su entourage de enriquecidos ex guerrilleros radicados en Túnez fueron importados en 1993 para que se convirtieran en los jefes de policía de Cisjordania y Gaza, a cambio de lo cual se les iba a dar esos territorios en concepto de Estado. En 2000, Israel ofreció el paquete más completo que podía dar: 95 por ciento de Cisjordania, 5 por ciento compensatorio en territorio israelí, 100 por ciento de la Franja de Gaza, capital en Jerusalén Oriental y compensaciones por los refugiados. Arafat reclamó el retorno de los refugiados a Israel, lo que hubiera desfondado demográficamente de árabes al Estado judío, y lanzó la segunda Intifada. Por eso, puede decirse que Arafat incumplió el pacto implícito en los acuerdos de Oslo. Pero en política, las cosas rara vez se asimilan a la lógica de la justicia –como también ocurre, por otra parte, en la justicia, que está subordinada a la lógica del derecho–. ¿Para qué serviría deportar a Arafat? Aparte del acuerdo de compatibilización de posiciones en el gabinete, quizá sólo para privarlo de una capital en su teórico Estado Palestino y, así, fomentar un golpe de Estado dentro de sus propias filas. Después de todo, Arafat fue importado para que sofocara el ascenso de una nueva generación de extremistas islámicos; ahora, quizás, se lo podría deportar para favorecer el ascenso de hombres de paja como el depuesto primer ministro Mahmud Abbas y su sucesor, Ahmed Qureia. O simplemente, para negarle un territorio por el que no pagó el precio acordado.
En cualquier caso, la apuesta no es segura: por eso Arafat está como en una especie de sentencia suspendida. Interviene en el problema el Departamento de Estado norteamericano, que siempre representó la posición tradicional de la política exterior estadounidense, y que el viernes mostró sus dientes para decir que Arafat no debía ser expulsado. Colin Powell, el titular de la cartera, fracasó con el plan de la “Hoja de Ruta”, pero es sabido que las grandes burocracias rara vez admiten su derrota. Lo esencial del juego se dirime en Israel. Sharon no surgió de la nada, sino del fracaso del proceso de paz. En otras palabras: no hay proceso de paz. Que Arafat sea expulsado o que se quede es indiferente al fenómeno. La “Hoja de Ruta” incluyó una tregua que rompieron las organizaciones palestinas radicalizadas. Sería ingenuo pensar que Israel no lo había esperado: simplemente, cumplió su deber con Estados Unidosmientras contemplaba el proceso de rearme de los palestinos, que se sabía capaz de aplastar.
Por eso, y de momento, la expulsión de Arafat presenta más interrogantes que respuestas. Es cierto que no ha servido para la paz donde está, pero no es claro si servirá más para la paz si no está allí. Por ahora, Israel no se propone asesinarlo –lo que abriría otra cantidad de interrogantes-. Pero, y si Arafat está como bajo sentencia suspendida, no hay que olvidar que al final de su “detención” al aire libre Josef K. es ahorcado en un baldío, “como un perro”.