EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
En los últimos días, Brasil vivió escenas hasta ahora impensables. Por ejemplo: el director-presidente de la Camargo Corrêa, una de las mayores constructoras de toda América latina, Dalton Avancini, se entregó en la Policía Federal en San Pablo. Junto a otros altos directivos de la empresa fue conducido, en un avión de la policía, a Curitiba, capital de la provincia de Paraná, donde todos quedaron presos.
Otro alto –altísimo– ejecutivo de otra gigante del sector, Sergio Mendes Filho, presidente y heredero principal de la Mendes Junior, creyó que ir preso y viajar en un avión de la Policía Federal sería demasiada humillación. Prefirió entregarse viajando en su jet particular.
El presidente de la Queiróz Galvao, otra enorme constructora, Ildefonso Colares Fi-lho, optó por aguardar uno o dos días antes de entregarse. Para meditar de manera tranquila y poder reunirse con sus abogados sin ser molestado, se alojó en el Hotel Fasano, en Ipanema. La tarifa de mil dólares por día (con derecho a desayuno) no ha sido problema. Difícil fue entender que saldría de uno de los hoteles más lujosos del país directamente a una celda colectiva, con cama de cemento y una colchoneta de ocho escasos centímetros de espesor.
Otros altos ejecutivos de las mayores constructoras de Brasil –y del continente– están detenidos, en la misma situación.
No hay cómo negarlo: es el mayor escándalo destapado en la historia reciente de Brasil, un país donde la corrupción integra, desde hace siglos, el cotidiano de la gente. Se barajan cifras sin que se logre saber con certeza cuántos miles de millones de dólares fueron desviados, pero no es absurdo mencionar, para empezar, una cifra de alrededor de cuatro mil millones de dólares. Se trata de descubrir cuánto fue desviado de los contratos cuya suma se calcula en unos ochenta mil millones de dólares.
Cuando la Corte Suprema empiece a convocar a acusados y testigos, se golpeará al mero corazón político del país. Se conocerán los nombres de los beneficiados por el esquema. Ya se sabe que al menos 70 fueron denunciados por la red de corrupción. Entre ellos hay senadores, diputados nacionales, ministros, gobernadores, ex ministros, ex gobernadores. Tres grandes partidos están en el ojo del huracán: el PT de Lula da Silva, su principal aliado, el PMDB, y otro aliado significativo, el PP, pero hay más.
Se sabe que todos los contratos firmados por la Petrobras en los últimos diez años tenían un margen que oscilaba entre 2 y 3 por ciento para “hacer caja” de los partidos. En el caso de los contratos más sonoros, a veces se negociaba y esa tasa podía bajar un poquito.
Si se recuerda que a partir de 2004 las inversiones de Petrobras se multiplicaron con velocidad astronómica, superando los ochenta mil millones de dólares, se entenderá que estamos hablando de cantidades siderales solamente en el rubro “propina”. Si a eso se agrega la sobrevalorización de costos y el desvío puro y llano de recursos, la cuenta se pierde en el infinito.
Conviene advertir que Petrobras, como toda gran empresa estatal, siempre ha sido objeto de negocios oscuros y, a veces, escandalosamente oscuros. Casi siempre las investigaciones se hicieron de manera relajada, y los escándalos terminaron disolviéndose en el tiempo. Ahora se investiga a fondo y los resultados son elocuentes.
El tema vuelve reforzado semanas después de que Dilma Rousseff lograra una difícil reelección. Frente a una pirámide de indicios y pruebas concretas del escándalo, en algunos centros urbanos, especialmente San Pablo, capital financiera y principal núcleo antipetista del país, se exige a gritos que se decrete el impeachment de la presidenta, o sea, su deposición. Algunas voces van al grano, bramando por un golpe militar.
Es una situación extremadamente delicada. En algún momento, más temprano que tarde, se conocerán los nombres de los políticos denunciados por los delatores, que a cambio de condenas más blandas aceptaron contar lo que hicieron. Sin saber quiénes son los acusados, ¿cómo puede Dilma negociar nombramientos con los partidos aliados? ¿Y si nombra a alguien para un ministerio y a la semana se sabe que ese alguien cobró propinas para facilitar negocios a las grandes constructoras?
Más allá del gobierno, es el mismo esquema político vigente el que está bajo la lupa. En las recientes elecciones generales, las diez empresas que hicieron las mayores donaciones “eligieron” al 70 por ciento de la Cámara de Diputados. Las constructoras (inclusive las que ahora podrán realizar juntas de directores no en sus sedes, pero sí en la cárcel) declararon haber donado unos 18 millones de dólares solamente a candidatos a diputado nacional. Jamás se sabrá cuánto donaron realmente. La bancada parlamentaria de las constructoras, o sea, los diputados que deben favores a esas empresas, superan a la mitad del total de la Cámara.
Mientras persistan las donaciones privadas, las elecciones en Brasil serán siempre una especie de ventanilla en la cual las empresas invierten hoy en los que podrán transformarse en deudores mañana: diputados y senadores y gobernadores y presidentes.
Ese es solamente uno de los problemas que salta a la vista en ese escándalo. Pero hay otros.
Por ejemplo: ahora se investiga a Petrobras, la mayor empresa latinoamericana y la que realiza las mayores inversiones de la región. Pero, ¿y cuando se investigue lo que pasa en las demás estatales? ¿Qué ocurre en las empresas de energía eléctrica, que también determinan cantidades millonarias de recursos en obras de construcción? La lista es ancha e infinita.
El objetivo final de la oposición –tanto la representada por los partidos políticos, que alcanzaron niveles importantes en las recientes elecciones, como la más activa, instalada en los grandes medios de comunicación que representan los más altos intereses del capital en Brasil– es llegar a Lula da Silva en primer lugar, y a Dilma como consecuencia. Para que la estrategia resulte están dispuestos a cualquier cosa. La gran pregunta que hacen es la siguiente: ¿cómo sería posible que todo eso ocurriese sin que Lula ni Dilma se dieran cuenta?
Se olvidan, desde luego, de un aspecto esencial: la corrupción no empezó ahora. Lo que sí empieza es la determinación de investigar a fondo lo que pasa. No importa si la primera consecuencia sea tener que cortar la propia carne. Lo que importa es que se investigue y se castigue.
Nunca antes los corruptores tuvieron el mismo destino –la cárcel– que los corruptos. Y aunque todo eso no dure más que una quimera, o sea, que los poderosos poderosísimos salgan de la cárcel en pocos días, al menos se establece un antecedente.
Es muy fácil pecar de ingenuidad, pero existe la sensación –por fugaz que sea– que de algo más podrá cambiar en este país.
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