EL MUNDO
› OPINION
La estrategia de Arafat
› Por Claudio Uriarte
Es por lo menos sugestivo que el lanzamiento de la segunda Intifada contra Israel, lanzada en nombre de la lucha contra la ocupación, coincidiera exactamente con el momento en que Israel llevaba más lejos sus propuestas para cesar la ocupación: septiembre de 2000. También es sugerente que esta segunda Intifada, contrariamente a la primera (llamada a veces “la guerra de las piedras”, y que fue lanzada cuando no existían territorios palestinos autónomos), contuviera un decisivo protagonismo de las organizaciones armadas. Pareciera que cuanto más se acerca la posibilidad de concreción de un Estado Palestino (por imperfectas y discutibles que sean sus fronteras), más aumentan la virulencia y la radicalización en el campo de los ocupados. Es así, pero la explicación debe buscarse en razones tanto organizativas como programáticas.
La Organización para la Liberación de Palestina, de la cual la presente Autoridad Palestina es solamente parte de su corteza diurna, constituye una especie de parlamento armado de apariencia policéntrica, pero donde todos los resortes clave –es decir, el dinero y las armas– están bajo control de Yasser Arafat. Dentro de la concepción de Arafat, la paz con los israelíes está fuera de cuestión; por lo menos eso es lo que ha dicho en un sinnúmero de ocasiones a su pueblo, cuando habla en árabe, al comparar las negociaciones con Israel con una tregua del profeta Mahoma que le sirvió para rearmarse y derrotar definitivamente al infiel. En su retórica árabe también figura a menudo la expresión de un Estado Palestino “desde el río hasta el mar”, es decir desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo, es decir sin Israel en el medio. En un principio, los arquitectos de los acuerdos de Oslo (como el difunto primer ministro Yitzhak Rabin y el hoy octogenario ex canciller Shimon Peres) optaron por darle el beneficio de la duda, y por creer que Arafat estaba simplemente engatusando a sus propios extremistas, o prometiendo la luna para después negociar en favor de una más modesta tierra. Pero a Arafat, según se verá, hay que darle crédito (sobre todo cuando habla en árabe).
Desde 1987 hasta principios de los ‘90 (fechas aproximadas de la primera Intifada), el rol de las organizaciones armadas palestinas fue marginal porque Cisjordania y Gaza estaban bajo ocupación israelí y la OLP carecía de una base territorial desde la cual organizar la compleja y nada espontánea red de brigadas, campos de entrenamiento, fábricas y depósitos de armas y los centros de reclutamiento necesarios para una guerra insurgente de baja intensidad. En septiembre de 2000, por el contrario, la OLP ya llevaba unos siete años implantada en las ciudades principales de Cisjordania y Gaza y esa imposibilidad logística ya no existía: por eso la curva de atentados, su frecuencia y el crecimiento de las organizaciones radicalizadas crecen simultáneamente con el avance de las negociaciones.
Pero esto sería inexplicable si el proyecto de Arafat fuera una solución de dos Estados, uno judío y otro palestino, conviviendo lado a lado sobre el mapa de la Palestina histórica. No lo es. En septiembre de 2000, hace hoy tan poco como tres años, bajo los liderazgos norteamericano del demócrata Bill Clinton e israelí del laborista Ehud Barak, a Arafat se le ofreció un Estado Palestino. En su forma final, en las negociaciones de diciembre de 2000, ese Estado abarcaba 95 por ciento de Cisjordania, 5 por ciento compensatorio en territorio israelí (en el desierto de Négev), 100 por ciento de la Franja de Gaza y capital en Jerusalén Oriental. Nada muy distinto, como puede verse, de lo que los representantes palestinos demandan hoy. Pero Arafat bombardeó el acuerdo con la exigencia del derecho de retorno de seis millones de refugiados palestinos no ya al futuro Estado Palestino sino también al israelí. Eso, en un país de cinco millones de judíos y un millón de árabes como Israel, hubiera posibilitado que el Estado judío fuera desmantelado por medios democráticos, por simple imposición de la voluntad de la mayoría. Arafat no quería un Estado Palestino, sino dos. Desde luego, era una idea con muy pocas posibilidades de concreción, pero la impulsó sin descanso. El simultáneo lanzamiento de la segunda Intifada provocó que un viejo halcón desacreditado y marginal como el general retirado Ariel Sharon se convirtiera en primer ministro de la noche a la mañana, con la esperanza de Arafat de que eso polarizara el mundo a su favor. Sus objetivos no se han cumplido, la Intifada sigue, Sharon sigue en su auge y el resultado de la apuesta es sangría y ruina a ambos lados de la línea divisoria.