Mar 03.03.2015

EL MUNDO  › OPINIóN

Una campaña destituyente

› Por Eric Nepomuceno

Brasil vive tiempos de tensión creciente, e igualmente creciente es la polarización entre gobierno y la verdadera oposición, instalada en los grandes conglomerados de comunicación que obedecen a los intereses de siempre, o sea, los de los beneficiados de siempre. Ocurre que esa oposición dispone de un arma efectiva, al contrario de lo que le ocurre al gobierno: la capacidad de manipular y convencer a la opinión pública. La capacidad de los medios brasileños para distorsionar y deformar la información, transformándose en medios de desinformación, es formidable.

Todavía no se llegó al nivel de enfrentamiento existente en Argentina, otro país que padece del mismo mal, para quedarnos en un solo ejemplo de tensión en Sudamérica. Pero de seguir tal como están las cosas (no hay que olvidar que Dilma Rousseff recién cumple dos meses de su segundo mandato presidencial) en poco tiempo las presiones sobre Cristina Kirchner podrán ser comparadas con la quietud de un lago austríaco (dicen que son más serenos que los suizos) frente a las que se desplomarán por aquí. Con casi cuatro años de mandato por delante, Dilma experimenta una formidable campaña destituyente.

Hay una muy rara huelga de camioneros imponiendo cortes en carreteras, principalmente en el sur del país. Sus exigencias son tan concretas como inviables: quieren rebajas en el precio del gasoil, en los precios de los peajes y aumento en las tarifas que cobran. Es fácil entender el impacto de una huelga como esa. En Brasil, más del 60 por ciento de las cargas son transportadas por rutas. En Minas Gerais, por ejemplo, la Fiat tuvo que suspender la producción de unos seis mil automóviles porque las autopartes no llegaron. Hay ciudades amenazadas de quedarse sin combustible porque los caminos están cerrados. Y en otras, como Río de Janeiro, el precio de algunos alimentos experimentó aumentos siderales, porque no llegan a las centrales de distribución. Esta semana, algunos llegaron a costar el doble de hace quince días. Hay filas infinitas de camiones impedidos por sus colegas camioneros de llegar a algunos puertos cruciales, tanto para llevar como para buscar productos y luego distribuirlos por regiones del país.

El gobierno, que en este inicio de segundo mandato presidencial dio generosas pruebas de no ser hábil a la hora de dialogar y negociar, ahora al menos tiene una espléndida excusa: es que no hay con quien negociar. Sindicatos y dirigentes de la clase transportista parecen atónitos. Nadie sabe de dónde partió la orden de cerrar carreteras, ni de dónde vienen los recursos para mantenerla y para que sea ágil y extensa. Se cierran carreteras en cuatro estados hoy, en otros cinco mañana, en los nueve a la vez pasado mañana. Todo eso, claro está, exige logística y estructura que los sindicatos de la clase ignoran de dónde surgieron.

Los grandes medios de comunicación, que a la hora de las manifestaciones callejeras de hace año y medio tanto exigían que las protestas no impidiesen “el derecho constitucional de ir y venir” en las ciudades, ahora defienden el pleno derecho de los camioneros de ir y venir por doquier bloqueando rutas y aislando ciudades.

Para el domingo 15 de marzo se convocan marchas de protesta en las ciudades brasileñas. Teóricamente, se trata de protestar contra la corrupción y exigir respeto a la Constitución. Los partidos de oposición se suman a la convocatoria, pidiendo que todo se haga “en paz y en orden y respetando los principios del Estado de derecho”.

La verdad es bien otra: se convocan marchas para destituir a Dilma Rousseff. La opinión pública, al menos en los grandes centros urbanos del sudeste y del sur brasileño, las regiones más ricas y desarrolladas del país, es bombardeada de manera incesante por la idea de que o se expulsa el PT del gobierno o Brasil explotará. En una sociedad tan poco politizada, más bien ignorante y fácilmente manipulable, esa palabra de orden funciona. Lo más probable es que centenas de miles de personas salgan a las calles pidiendo la expulsión sumaria de la presidenta. Los más moderados prefieren pedir su renuncia. O sea: no importa cómo, siempre que se vaya. Los más de 50 millones de brasileños que le dieron la victoria frente al candidato neoliberal no importan.

En un movimiento preventivo, cuyos efectos concretos son difíciles de prever, la CUT –Central Unica de Trabajadores, vinculada al PT– convocó marchas para el viernes 13, dos días antes de las de la oposición.

Este es, en verdad, un resumen muy sucinto del tenso clima que se vive en mi país. Muchos medios de comunicación que funcionan como verdadero monopolio dicen, con todas las letras, que “el gobierno del PT y de Dilma no puede seguir: hay que impedir que eso ocurra”.

La oposición, carente de propuestas y huérfana de líderes con arraigo popular, navega al sabor de los vientos soplados por quienes defienden los intereses de las clases dominantes.

La agresividad de los sectores conservadores es muy bien administrada. Para empezar, sus voceros más actuantes dicen que defienden el Estado de derecho y se oponen a la corrupción generalizada. Se quejan de la agresividad del PT, mientras son los más agresivos. Admiten que la corrupción siempre existió, pero que nunca antes había alcanzado los niveles escandalosos de ahora. O sea, antes se robaba, pero de manera civilizada. Con el PT llegó una gentuza que no tiene idea de lo que sean los buenos modales a la hora de robar. Antes, se robaba poquito. Ahora se roba muchito.

Si a todo eso se suma la poca, para ser delicado, habilidad que Dilma Rousseff demostró hasta ahora en las lides de la negociación y del diálogo, resulta claro que el cuadro es grave.

Queda poco tiempo para que la presidenta reaccione de manera clara y concreta contra la imagen que se construye, en velocidad vertiginosa, de una mandataria aislada, debilitada y sin interlocución en el Congreso.

Resta poco tiempo para que empiece a gobernar.

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