EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Nadie puede negar que existe una concreta y sustantiva dosis de insatisfacción general en la sociedad brasileña, inclusive en parcelas significativas, quizá mayoritarias, de los que eligieron a Dilma Rousseff el pasado mes de octubre. Saber que la verdadera situación de la economía ha sido camuflada durante no sólo la campaña electoral, sino a lo largo de casi todo el año pasado es causa de profunda frustración e inquietud. Ver cómo rápidamente se anunciaron medidas restrictivas que antes eran imputadas a los adversarios, en caso de que lograsen la victoria, también llevó a millones de brasileños a sentirse defraudados.
La inhabilidad política de Dilma al armar su ministerio –uno de los más formidables desfiles de mediocridades en muchos años– fue la secuencia de ese malestar. Luego vinieron los índices de inflación, que todavía están lejos de ser efectivamente dramáticos, pero sí son preocupantes. El paso siguiente en la muestra de desastres fue la articulación, o mejor dicho, la absoluta desarticulación entre gobierno y aliados en el Congreso. Y, por si fuera poco, sigue en curso otro escándalo más, a raíz de denuncias concretas de corrupción en las finanzas públicas, esta vez en la estatal de petróleo Petrobras. O sea: fueron dados todos los ingredientes para una receta de crisis política de buen tamaño.
Pero el problema es otro: por primera vez desde la vuelta de la democracia, luego del régimen cívico-militar que sofocó al país entre 1964 y 1985, surge en pleno esplendor un sentimiento que anduvo bastante alejado del escenario político, y que es el odio.
Más exactamente, el odio de clase. El perjuicio de clase. Las elites y las clases medias tradicionales se lanzan, con furia desatada, no exactamente contra el objeto de sus perjuicios –esa clase ignara y bruta que súbitamente ocupa aeropuertos, que compra heladeras nuevas, que colma las calles con sus cochecitos suburbanos, que exige calidad en educación, salud y transporte–, sino contra los que promovieron ese cambio drástico en el cuadro social brasileño.
De la misma forma que Brasil supo y sigue sabiendo disfrazar dosis colosales de prejuicio racial, nadie se preocupa en contener sus ímpetus de prejuicio social. Las elites urbanas odian a los pobres y más aún a los que dejaron de ser tan pobres. Las elites brasileñas exigen la preservación de sus privilegios de siempre, ahora amenazados por una crisis económica provocada por gobiernos que gastaron ríos de dinero para que los miserables pasasen a pobres y los pobres, a ciudadanos insertos en una economía de consumo, es decir, en el mercado.
Las banderas son las mismas de siempre: moralidad, fin de la corrupción y un vasto etcétera. Pero las razones son otras.
Al fin y al cabo se trata de cambiar una y sólo una cosa: fuera Dilma, fuera PT, fuera Lula. Fuera pueblo.
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