EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Hubo de todo por las calles de Brasil ayer. Grupos francamente minoritarios, pero igualmente representativos, pedían una inmediata intervención militar. Otros, en número bastante más significativo, exigían que Dilma y el PT sean expulsados, no sólo del gobierno sino del reino de los vivos. Cómo, no importa: tanto puede ser por un juicio parlamentario, o por la renuncia de la presidenta. Lo que importa es que se vaya, y pronto. También estaban los que protestaban de manera general contra la corrupción, contra el tarifazo de algunos servicios (energía eléctrica, combustibles) y la inflación en general, además de denunciar el ajuste fiscal y la pérdida de algunos derechos laborales. Ese último punto, en tono un tanto difuso, pero no por eso menos enfático, quizás haya sido el dominante. Pero quedó claro que, al unísono, todos marcharon contra el gobierno que recién asumió el 1º de enero.
Es difícil prever cuáles serán las consecuencias, a corto plazo, de la gigantesca manifestación de ayer, cuyo volumen sorprendió hasta a sus nebulosos organizadores.
Una, en todo caso, ya quedó evidente: servirá de fuerte munición para los grandes conglomerados mediáticos, que se oponen de manera frontal al gobierno, oscilando entre radicalismos descabellados (uno de esos medios clamaba que ayer se vio en Brasil ‘la mayor protesta de la historia de la democracia’) o acciones aparentemente más equilibradas, pero no por eso menos furiosas.
Otra, quizá más notable en términos de novedad: el gobierno emitió ayer mismo señales de que podrá cambiar de manera drástica no sólo su articulación política junto al Congreso, con foco en sus complicados y desleales aliados, pero también su manera de comunicarse con la sociedad y la opinión pública. En rigor, se podría decir que, más que cambiar, iniciaría una política de comunicación.
Por el lado de los partidos de oposición, que siguen sin presentar otra estrategia que la defender el “cuanto peor, mejor”, surgieron nuevas muestras de oportunismo. Aecio Neves, el candidato neoliberal derrotado por Dilma en noviembre, que fue uno de los mayores incentivadores de la marcha por el “fuera Dilma”, optó por no salir a las calles en Río, donde vive, pese a ser senador por otra provincia, Minas Gerais.
Explicación: no quiso “protagonizar política y partidariamente una manifestación espontánea del pueblo brasileño”. Tan pronto terminaron las marchas, difundió por las redes sociales un corto pronunciamiento pidiendo que “no nos dispersemos”. No por coincidencia, ya empiezan a anunciar una nueva marcha para abril.
Las presiones sobre Dilma ganaron nuevo peso y volumen, y ya no se limitan al Congreso y a las artimañas de los aliados. Llegó, y con fuerte peso, a las calles. No le queda otra que reaccionar, no con medidas, pero con diálogo y principalmente comunicación.
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