EL MUNDO
› OPINION
Como la soga al ahorcado
› Por Claudio Uriarte
Es evidente que la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada a la presidencia de Bolivia ha descomprimido la explosiva situación social en ese país. Es menos evidente cuánto durará esa descompresión. Carlos Mesa, el vicepresidente que asumió en lugar del “gringo” fugitivo, logró el consenso para su promoción laboral en base a prometer el cumplimiento de todas las reivindicaciones del movimiento indígena, campesino y obrero que se oponía a su ex jefe. Pero esas reivindicaciones son muy altas: no solamente el llamado a Asamblea Constituyente y a elecciones anticipadas -dos mecanismos constitucionales que bien pueden reflejar la nueva realidad sociopolítica del país–, sino también la anulación de los contratos de venta de gas con las multinacionales y la restauración de la “soberanía energética” para los bolivianos. Se parece a un programa revolucionario. Por lo tanto, es razonable esperar que los poderes afectados por ese cambio lo resistirán. Eso proyecta el horizonte de la potenciación del conflicto. Por eso, y por ahora, los líderes de la revuelta parecen estar sosteniendo a Mesa como la soga al ahorcado.
Para entender lo que se viene, no estará de más entender lo que ha pasado. La venta de gas a Estados Unidos vía Chile y con expoliatoria mediación empresaria multinacional fue el argumento de la revuelta, pero sólo eso. Similarmente, los extraordinarios índices de pobreza de la población, que tanto se gusta citar ahora con ademán seudosociológico, no explican necesariamente nada: Haití es más pobre que Bolivia y las masas no derriban al presidente; Argentina es más rica que Bolivia y las masas derrocaron a un presidente. El verdadero punto de quiebre estuvo en la campaña de eliminación de cultivos de coca, impulsada por Estados Unidos en tiempos de la presidencia de Hugo Banzer Suárez. La visión más romántica es que la hoja de coca es un elemento esencial y sagrado de la cultura de los indígenas, pero lo más esencial y sagrado que tiene es su valor económico: la venta de la materia prima de la cocaína rinde mucho más dinero a los campesinos que la de ananás, sandías u otros “cultivos alternativos” que predican la DEA y el Departamento de Estado norteamericano. La erradicación de cultivos destruyó la economía campesina, preparando el terreno para que cualquier nuevo punto de convocatoria –como el gas– pudiera desatar una crisis. Es decir, la razón no fue sólo la pobreza sino un empeoramiento de la pobreza.
Por añadidura, Sánchez de Lozada manejó las cosas con una extraordinaria torpeza. Su idea de usar a Chile, el enemigo histórico de la nación, como conducto de la venta de gas a EE.UU., no fue brillante. Su intransigencia, tampoco. Pero el desastre se precipitó con la represión a la protesta. Sánchez de Lozada desplegó militares en función de policías, y desencadenó un baño de sangre, con más de 80 muertos. Para el jueves, cuando las manifestaciones habían colmado La Paz, su poder se reducía a un modesto perímetro hiperarmado en torno de la sede de gobierno. Entonces, o aumentaba la represión o se iba. Pero aumentar la represión era imposible: más del 80 por ciento del Ejército boliviano proviene del campo; el Ejército se iba a quebrar en líneas horizontales antes que seguir las órdenes del presidente y el generalato. Esto, en esencia, es lo que ocurrió, mientras el presidente denunciaba ante los medios un “golpe narcosindical” en su contra impulsado por torvas potencias extranjeras.
Pero la incapacidad de Sánchez de Lozada no implica que, tras su derrocamiento, todo sea dulzura y luz. Bolivia sigue viviendo hoy una situación de vacío de poder apenas tenuemente maquillado por la existencia de Mesa. La política de Estados Unidos –que retiró prudentemente su apoyo a Lozada cuando éste se volvió insostenible– está en crisis. Washington enfrenta la probabilidad de una reanudación de los cultivos de coca, y las buenas relaciones de Evo Morales con Muammar Khadafy (que le dio un premio) alientan su temor de un desembarco árabe radicalizado en Américadel Sur, ya ejemplificado en su escrutinio de la situación en Ciudad del Este y en la Triple Frontera.
En conjunto, es Estados Unidos el que pierde, sin que quede claro quién gana. Con Bolivia pierden otro aliado regional importante, en momentos en que su prioridad en la zona es la guerra que libra su aliado Alvaro Uribe en Colombia contra sus guerrillas, que casualmente también están alimentadas por el narcotráfico. Y cuando se une esta línea de puntos, parece claro que los problemas no han hecho más que comenzar.