EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
En agosto termina el breve receso de dos semanas que sus excelencias, los parlamentarios, se conceden y el Congreso brasileño vuelve a funcionar. Eso significa, en primer lugar, más tensión en un ambiente político ya muy cargado de turbulencias, más presión sobre la presidenta Dilma Rousseff y una crisis generalizada que parece no hacer otra cosa que crecer y fortalecerse.
Uno de los focos de tensión está en la Cámara de Diputados, cuyo presidente, Eduardo Cunha, denunciado en el escándalo de corrupción en la estatal Petrobras, promete no dar un solo instante de sosiego al gobierno. A esta altura empieza a hacerse cada vez más claro que la situación económica por la que pasa el país es seria, pero mucho más grave es la situación política. Con el gobierno paralizado por el Congreso, principalmente en la Cámara de Diputados, los datos de la economía –todos negativos– difícilmente experimentarán alguna mejora. El plan de ajuste anunciado por el gobierno no avanza y crece la desconfianza generalizada.
Al mismo tiempo, se expanden las acciones de la Justicia, de la Policía Federal y de la Procuraduría General de la República, en un trabajo de investigación sobre desvío de recursos públicos y pago de coimas sin precedentes en el país. Las denuncias se suceden, los campos de alcance de las investigaciones se amplían, y muchos de los políticos de más visibilidad (y poder) corren el riesgo palpable de tener sus nombres involucrados. Mientras la clase media sonríe complacida frente a lo que considera un avance contra la impunidad, varios juristas se preguntan sobre la legitimidad de la actuación de las autoridades judiciales.
Hasta ahora, las mayores constructoras de Brasil –una de ellas, la Norberto Odebrecht, la mayor de América latina– están involucradas hasta el cuello en delitos que van de la formación ilegal de carteles para fijar precios en licitaciones públicas al pago de coimas para obtener ventajas en contratos con estatales y el gobierno federal.
Los efectos de los operativos policiales siguiendo órdenes de la Justicia son inéditos en Brasil. Presidentes y propietarios de gigantes de la construcción, con gordísimos contratos de obras públicas, están en la cárcel. En los últimos días de julio las investigaciones y sus consecuentes prisiones se extendieron al sector de energía, empezando por la Eletronuclebras, la estatal que controla las usinas nucleares.
Uno de los presos es el vicealmirante Othon Pinheiro da Silva, considerado el “padre de la tecnología nuclear brasileña”. Dicen los fiscales que él recibió poco más de dos millones de dólares en coimas.
Varios altos ejecutivos de constructoras, como ex directores y gerentes de Petrobras e intermediarios en los negociados (en general se presentan como “consultores”), aceptaron colaborar con la Justicia. Existe en la legislación brasileña, por una ley aprobada por Dilma Rousseff en su primer mandato presidencial, la figura de la “delación premiada”.
La cosa funciona así: a cambio de drásticas reducciones en las condenas, el investigado acepta colaborar, contando lo que hizo y lo que sabe. El delator tiene que aportar pruebas o indicios que lleven a la investigación a producirlas, no puede omitir nada ni mentir.
Ya hay 23 delatores, lo que significa preocupación y temor en los medios políticos del país: la corrupción vinculada al sector de la construcción de grandes obras públicas es endémica.
Por detrás de las acciones de la Justicia, en todo caso, hay métodos e iniciativas que generan polémica.
Para empezar, el juez de primera instancia que conduce el proceso adoptó la técnica de primero detener y luego interrogar. Además, esas detenciones se prolongan hasta que el preso, destrozado anímica y psicológicamente, decide colaborar, transformándose en delator.
Existe una clarísima intención a cada paso de las investigaciones: a la prensa, tanto fiscales como policías federales filtran, un día sí y el otro también, datos e informaciones que comprometen directamente al PT, a ministros y ex ministros, intentando de todas formas acercarse al ex presidente Lula da Silva.
Con amplio y fiel respaldo de los grandes medios hegemónicos de comunicación, las acciones de esos funcionarios terminan por crear un clima denuncista y de claro hostigamiento al PT y al gobierno de Dilma Rousseff, que sigue desgastándose a cada día de permanente aislamiento. Al mismo tiempo que desangra a una mandataria acosada, esa campaña trata de liquidar el peso político de Lula da Silva, abriendo de esa manera espacio para que la oposición neoliberal reúna fuerzas suficientes para, en las elecciones de 2018, volver al poder.
Algunas de sus principales figuras, como el actual senador José Serra, dos veces derrotado en sus aspiraciones presidenciales, aprovechan la campaña contra la Petrobras para defender un cambio radical en la legislación del petróleo, permitiendo que se privaticen los gigantescos campos del llamado “presal”, en aguas marítimas ultra profundas.
Mientras tanto, su partido se suma a los convocantes de marchas callejeras que pedirán, el domingo 16 de agosto, la deposición de Dilma Rousseff. Estimulados por la derecha más furiosa y, otra vez, por los medios de comunicación, millones de integrantes de las clases medias son esperados, principalmente en San Pablo, centro del antipetismo más feroz.
Agosto es llamado, por los brasileños, como el mes del espanto. Y sobran indicios de que en 2015 confirmará y justificará esa mala fama.
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