Sáb 31.10.2015

EL MUNDO  › OPINION

El calendario de una crisis

› Por Eric Nepomuceno

A eso de las diez de la noche del domingo 26 de octubre de 2014, Brasil confirmó lo esperado: Dilma Rousseff había sido elegida para un segundo mandato presidencial. Sin embargo, hubo una sorpresa: la distancia que la separó de su adversario en la segunda vuelta, el neoliberal Aécio Neves, fue de poco menos de cuatro puntos. Mucho menor, por lo tanto, de las tres anteriores victorias del PT sobre candidatos derechistas abrigados bajo la sigla de un partido –el PSDB– que se dice socialdemócrata.

Pasado ese año, mucho cambió en Brasil, y no exactamente para mejor. Al contrario: el país vive en medio de una crisis de graves proporciones, navega sin rumbo, y no hay salida a la vista.

En octubre del año pasado, cuando Dilma se reeligió, un dólar valía 2,46 reales. Ahora vale 3,90. La inflación anualizada era de 6,75 por ciento, lo que alarmaba a mucha gente. Ahora es de 9,77 por ciento. La deuda bruta del sector público equivalía a 61,7 por ciento del PIB. Ahora, a 65,3 por ciento. Y en ese período, la economía brasileña retrocedió 1,9 por ciento, y ya se espera, para 2015, una recesión cercana a 3 por ciento del PIB.

En estos doce meses, el desempleo alcanzó la marca de 8,7 por ciento. En algunas regiones metropolitanas, roza el 10 por ciento. El poder adquisitivo de los trabajadores brasileños disminuyó 1,1 por ciento. A esa caída se debe sumar la inflación, para tener una idea del estrago en la economía familiar.

Luego de su reelección, Dilma empezó a dar muestras de que algo no andaba bien. Para empezar, armó su nuevo gobierno sin consultar a los aliados y menos al PT. Principalmente, no consultó a su antecesor y mentor, Luiz Inácio Lula da Silva. En noviembre de 2014 sorprendió a todos al anunciar que su nuevo ministro de Hacienda sería Joaquim Levy, un neoliberal durísimo, que lo primero que hizo fue anunciar un plan de ajuste que incluía drásticos cortes de beneficios laborales y sociales.

En enero de 2015, luego de las ceremonias de posesión, Dilma suspendió los subsidios al sector eléctricos y admitió que las cuentas de luz experimentarían alzas “significativas”. Bueno, hubo aumentos de hasta el 58 por ciento en algunas regiones del país. La media fue de 51,2 por ciento.

En febrero, gracias a los consejos de su jefe de Gabinete, Aloizio Mercadante, la mandataria lanzó la que quizá haya sido su más malograda maniobra: quiso disminuir el poder y el espacio de su más poderoso aliado, el PMDB, y en lugar de negociar presentó un candidato para disputar la presidencia de la Cámara de Diputados con su actual ocupante, Eduardo Cunha, cuyo arsenal de maldades no tiene límites. En abril, maniatada e inerte, Dilma entregó la articulación política de su desarticulado gobierno al vicepresidente, Miguel Temer, del mismo PMDB. Acto continuo, Mercadante empezó a boicotearlo en las sombras. Parcas sombras. Temer desistió de sus funciones pasados poco más de cuatro meses, al darse cuenta de que lo que él pactaba con aliados y negociaba con la oposición era sistemáticamente saboteado por los asesores más directos de Dilma.

En junio, Lula empezó a criticar, de manera cada vez más clara y contundente, el gobierno que él ayudó a elegir. Interlocutores de Dilma admitían que, tan pronto logró la reelección, la mandataria dijo que si en su primer gobierno estuvo “anclada en Lula”, en el segundo actuaría según sus propias determinaciones y decisiones.

El cuadro nacional, sin embargo, ya estaba definido y el desastre, anunciado. El clarísimo deterioro político no hizo más que alimentar el cuadro económico, que pasó de serio a grave. La relación gobierno-Congreso se hizo insostenible. Desde el retorno de la democracia, hace 30 años, no se vio un Congreso más retrógrado y mediocre. La hostilidad del presidente de la Cámara de Diputados se hizo irrespetuosa. Las denuncias contra Cunha elevaron a niveles inéditos su agresividad no solo contra la presidenta, sino contra cualquier iniciativa del gobierno.

Desde septiembre Lula retomó un rol de protagonismo muy poco usual entre ex presidentes brasileños. Pasa al menos dos días de la semana en Brasilia articulando de manera frenética. Logró instalar dos hombres de su confianza en puestos claves del gobierno –la Jefatura de Gabinete y la Secretaría General de la Presidencia–, pese a toda la resistencia de Dilma. Pasó a participar de actos públicos en diferentes capitales provinciales, tratando de darle ánimo a la militancia social y del PT, en defensa del gobierno. A más de un interlocutor, y que muchas veces siquiera son tan cercanos a sus círculos más íntimos, Lula declara su profunda preocupación ante la posibilidad de que Dilma sea destituida. Y, al mismo tiempo, se queja duramente de la inhabilidad de su sucesora.

Las operaciones judiciales y policiales a raíz de denuncias de corrupción también causaron desastres en la imagen del PT y de Lula.

Hay, aquí, una curiosidad: la mayor parte de los imputados, denunciados y condenados pertenecen a partidos de la base aliada, pero es el PT de Lula da Silva quien se queda con la peor fama.

A propósito, el mismo Lula –contra quien no hay ninguna denuncia mínimamente concreta– es objeto de maniobras de fiscales y agentes de la Policía Federal. Se trata claramente de una fuerte campaña, amparada y amplificada por los medios de comunicación, para corroer su popularidad y debilitarlo para las elecciones presidenciales de 2018.

La oposición, mientras tanto, sigue sin presentar propuestas alternativas y se limita a insuflar, por todos los medios a su alcance, un golpe en el Congreso, para destituir a Dilma Rousseff. El principal partido opositor, el PSDB, se divide en tres corrientes. Una, del gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, hombre vinculado al Opus Dei, prefiere ver a la mandataria desangrándose hasta el último día de su mandato para presentarse como favorito frente a un PT debilitado y a un Lula desmoralizado. Otra, del senador José Serra, sigue la misma línea, pero al mismo tiempo defiende que exista algún acercamiento con el PMDB, partido de vasta tradición de venderse al mejor postor.

La tercera línea, más evidente y ruidosa, es la encabezada por Aécio Neves, derrotado por Dilma hace un año. Sin ninguna preocupación en ser discreto, el actual senador defiende, un día sí y el otro también, que Dilma sea destituida junto con su vice, para que nuevas elecciones sean convocadas y él salga vencedor.

Frente a semejante cuadro, poco más de 200 millones de brasileños viven la amarga sensación de que 2015 es un año perdido. Y, con él, muchas de las conquistas sociales alcanzadas desde la llegada de Lula al poder, en el ahora lejano 2003, corren el grave riesgo de perderse.

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